Cuando mi abuela murió yo tenía dieciocho años.
Había pasado gran parte de mi vida viviendo en su casa
y gran parte de mi infancia durmiendo en su cama,
esa cama donde la ausencia del abuelo
(que había muerto en la quinta, así, de golpe,
derribándose como una torre de carne antigua
entre las radichetas y los tomates)
había dejado un agujero que yo apenas podía cubrir
con mi pijamita de la Pantera Rosa.
Dormir con la abuela tenía sus desventajas:
nuestros pesos tan disímiles desbalanceaban el colchón
y yo rodaba en sueños hasta su espalda
y amanecía pegada a ella, hecha una bolita incómoda.
No podía quedarme viendo televisión hasta más tarde,
como mis hermanos.
No podía quedarme leyendo,
porque la luz se apagaba temprano.
Pero también tenía sus cosas maravillosas.
Me dormía escuchando en la radio
una cancioncita que en mi cabeza, siempre pajarera,
aludía a algún suceso sobrenatural y magnífico:
“La danza de la fortuna como ninguna llega hacia usted,
llevándole hasta su casa música, suerte, vida y amor…”
Un segundo antes de que mis ojos niños cayeran
en la madriguera del sueño,
yo veía a la Fortuna danzando.
Era rubia y hermosa,
y llevaba flores en la cabeza,
y una túnica blanca.
La desilusión que sentí cuando me enteré
de que no había chica rubia con tocado floral
y la cosa venía por el lado de la quiniela,
fue comparable a la desazón que me embargó
al descubrir la dulce estafa de los Reyes Magos.
Cuando mi abuela murió yo tenía dieciocho años.
Lloré, claro que lloré.
Amaba a esa mujer hosca y casi ciega
que jamás me contó un cuento
pero me habló cientos de veces
de su pueblo asturiano,
del barco que la había traído de España,
una flor arrancada de un jardín frente al mar
y puesta, como al descuido,
en el jarrón gris de un barrio suburbano.
Una flor áspera, sí, pero flor al fin.
Amaba a esa mujer que no sonreía nunca
y sólo una vez vi llorar:
sentada al lado del cajón de su marido,
antes de que una voz de película de terror
pidiera, por favor, que los deudos se retiraran,
porque había que cerrar el ataúd,
y la cara del abuelo nunca más.
Lloré, claro que lloré.
Pero también sentí una especie de alivio.
Ver sufrir a las personas que se ama,
verlas convertirse en papelitos de fumar morfina y cáncer,
es devastador. A los dieciocho años o a los mil.
Y nos da el privilegio atroz de resignarnos
aún antes de soltarles las manos.
Cuando mi abuela empezó a hacerse realmente vieja
(aunque para mí era vieja desde siempre,
y España quedaba a mil años luz,
y todo lo que ella me contaba había pasado
en el tiempo de ñaupa)
se deshizo de sus papeles personales
y de la mayoría de sus fotos.
"Les estoy ahorrando trabajo", dijo.
Estaba cansada de ver en la basura
brindis de novios y sonrisas en blanco y negro
que jamás se habían imaginado terminar así,
atrapados en una bolsita de plástico
en medio de un revoltijo indiferente de cáscaras de papas,
yerba usada y papel de diario para envolver los huevos.
“Mis cosas las tiro yo”, dijo.
Y las tiró. Porque siempre hacía lo que quería.
Cuando mi abuela murió yo tenía dieciocho años.
Heredé muy poco de ella: mis rasgos tiran más
para el lado de la familia paterna.
Pero cada vez que la coquetería
me empuja al supermercado sin anteojos
y vuelvo a mi casa con yogures vencidos
pienso que, quizás,
me legó la maldición de sus ojos cegatones.
No tengo un ápice de su carácter:
soy dócil y sonrío mucho, casi demasiado.
Lo que me dejó, sí, fue su miedo a las tormentas.
Y un abanico pintado a mano que me regaló una tarde
cuando el Diablo fue barman y el cielo,
un cóctel amenazante de truenos y relámpagos.
Esa tarde nos dábamos valor una a la otra.
Y yo tuve mi premio por cruzar los dedos fuerte, fuerte,
para que la tormenta parara.
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