A Osvaldito, el trotamundos
Hace un mes que él se fue.
Al principio
ella creyó que era cosa de dos o tres días,
Nada nuevo.
Ellos son así.
Necesitan sentirse parte de la libertad,
despuntar el vicio del fuego
y ser, cada tanto,
una chispa atávica que salta
al techo del vecino
para desatar un pequeño incendio de amor
o una gresca que reafirme
que la domesticidad no anestesió del todo
el corazón del tigre.
Ellos son así.
Inútil es tratar de sobornarlos
con almohadones mullidos,
comida a demanda
y ratoncitos de felpa.
Ellos necesitan ser parte de la aventura
que nos fue vedada
el día que construimos una casa
y nos incrustamos como semillas tercas
en nuestro pedazo de tierra.
Hace un mes que él se fue.
Ella palpa, en sueños,
el pequeño hueco que dejó en su cama,
como una futura madre que se palpa el vientre
buscando un latido que delate la vida.
Todavía llora a escondidas,
porque hay ciertos dolores
que no todo el mundo entiende
y no quiere quedar en ridículo en la oficina,
delante de las amigas.
Hace un mes que él se fue.
Ella dio mil vueltas a la manzana,
nombró, rogó,
tocó timbre en casas de vecinos desconocidos
a los que les describió sus ojos de miel,
su pelo entre naranja y amarillo,
su cola impertinente.
Pero nada. Nada de nada.
Ellos son así,
necesitan sentirse parte de la noche.
Pero esta vez
la noche se hizo demasiado larga.
Hace un mes que él se fue.
Hace un mes que ella lo espera.
Con la boca abierta por si un resplandor
entre naranja y amarillo
cruza el patio como una bengala navideña
y el llamado es urgente.
Con la puerta abierta, como un tango,
por si acaso
se le ocurre volver.
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