Siempre me pregunto
y pregunto
de qué está hecha la crema del cielo.
“Es crema de vainilla con colorante celeste”,
me responden invariablemente los interrogados,
poniendo cara de tan grande y tan pavota.
Por supuesto,
semejante respuesta no me satisface.
Me gustan los misterios
y paso de las resoluciones obvias,
por lógicas que parezcan.
La crema del cielo tiene que estar hecha de otra cosa.
Algo maravilloso que justifique
un nombre tan prometedor.
Un ingrediente secreto,
una pizca de nube,
una gota de Dios,
no sé cuántos gramos de las veredas pisadas en la infancia
después de que lloviera al este y al oeste
y el brujo viento quedara retratado en las baldosas
con un puñado de flores de jacarandá.
“Es crema de vainilla con colorante celeste”,
me repiten mis parientes y amigos,
que suponen que mi cabeza es una casa tomada
por esa loca llamada Fantasía
y que no tengo remedio,
aunque insistan en llenarme los bolsillos de recetas
y la mesita de luz
de cajitas con pastillas de todos los colores.
No.
De todos los colores no.
Celeste no hay ninguna.
¿De qué está hecha la crema del cielo?
Yo, por las dudas, no la probé nunca.
A ver si todavía mis parientes y amigos tienen razón.
Odio dar el brazo a torcer.
Odio la crema de vainilla.
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