lunes, 31 de enero de 2022

LA CABEZA DE JAYNE MANSFIELD


 LA CABEZA DE JAYNE MANSFIELD



Las rubias pierden la cabeza fácil.

Las rubias de pechos grandes pierden la cabeza fácil.

Sirven hamburguesas grasientas,

huevos revueltos,

café aguado,

y los ojos de los hombre se caen dentro de sus escotes

como ciruelas maduras

(por eso las rubias tienen pezones de mermelada

y cierto desprecio por los hombres y las ciruelas).



Un buen día

alguien les dice que hay un papelito:

acostarse con un productor de bigote ridículo,

mover el culo veinte segundos

en una película de los Hermanos Marx,

sonreír como si los elegantes zapatos prestados

no les quedaran chicos.

Entonces las rubias se desentienden del café aguado,

cuelgan el delantal,

cambian de lápiz labial,

cambian de marido

y se convierten en estrellas.



Jayne no era rubia

pero tenía los pechos más grande que todas.

Se tiñó el pelo y perdió la cabeza.

Los hombres querían tocarla.

Peregrinaban enfermos de sexo a su Meca rosada

y ella estrenaba camisones de tul,

pantuflas de peluche,

amantes adictos a los esteroides.

Tenía un gran danés que se llamaba Byron

porque antes de perder la cabeza

había leído mucha poesía.

Hablaba cinco idiomas,

cosa que a nadie le importó porque,

ya lo dije,

tenía los pechos más grandes que todas.



En los '60 probó LSD.

Las rubias

(aún las falsas rubias)

pierden la cabeza fácil.

Se ordenó Sacerdotisa de Satanás

pero nunca dejó de ser una Barbie inflada,

con su camisones rosados,

sus pantuflas rosadas,

su casita rosada.

El Sigilo de Baphomet no encajaba

en su palacio kistch.

¿Quién clase de Diablo tendría tratos

con una rubia de pechos grandes

que viaja en un autito rosado?



Un autito rosado.

Crash.

Muy fuerte crash.

Veinte botellas de licor rotas,

un chihuahua muerto,

dos tipos muertos,

una rubia muerta.



Las revistas del corazón dijeron

que un brujo despechado

decapitó una foto en California

y su cabeza rodó en Luisiana.

Pero eso no es cierto.

Jayne era una buena rubia.

La cabeza la había perdido hacía rato.





Arte: Dane Shue

De "Enaguas de encaje rotas", Editorial Ruinas Circulares (2019)


sábado, 29 de enero de 2022

¿QUÉ HARÍA SI MAÑANA SE ACABARA EL MUNDO?

 


¿QUÉ HARÍA SI MAÑANA SE ACABARA EL MUNDO?


¿Qué haría si mañana

se acabara el mundo?

Le diría a mi hijo que lo quiero

más que a nada, que a nadie,

y que estoy orgullosa de su sensibilidad,

de sus largos dedos de músico.

Iría a ver a mi mamá y la abrazaría,

sin que se me estrujara el alma

al notar que se humedecen sus ojos viejos

sobre la aséptica barricada del barbijo,

sin que dos metros de miedo

me impidan hundir la nariz en su olor a jabón blanco.

Iría a ver a mi sobrinito

que tiene un año y me desconoce.

A mi tío, a mis hermanos,

a dos o tres amigas con las que no comparto sangre

pero son familia.

Releería el cuento "El lago", de Ray Bradbury.

Escucharía Rubber Soul

y cuando sonara el solo de piano de George Martin

en "In my life"

el corazón repetiría una vez más

el prodigio de convertirse en gaviota y graznar

mientras vuela en círculos

sobre los grises muelles de Liverpool.

El único milagro que reconozco.


Pero, después de eso,

¿tendría ganas de bailar?

¿Tendría ganas de hacer el amor?

¿Tendría ganas de tomar un buen champagne

(¡por fin un buen champagne!)

y reírme a pura burbuja?


¿O me sentaría en la cocina a fumar

y mirar con insistencia un punto fijo,

como ahora?


Arte: Vidalita

jueves, 27 de enero de 2022

CREMA DEL CIELO


 CREMA DEL CIELO

 

Siempre me pregunto

y pregunto

de qué está hecha la crema del cielo.

“Es crema de vainilla con colorante celeste”,

me responden invariablemente los interrogados,

poniendo cara de tan grande y tan pavota.

Por supuesto,

semejante respuesta no me satisface.

Me gustan los misterios

y paso de las resoluciones obvias,

por lógicas que parezcan.

 

La crema del cielo tiene que estar hecha de otra cosa.

Algo maravilloso que justifique

un nombre tan prometedor.

Un ingrediente secreto,

una pizca de nube,

una gota de Dios,

no sé cuántos gramos de las veredas pisadas en la infancia

después de que lloviera al este y al oeste

y el brujo viento quedara retratado en las baldosas

con un puñado de flores de jacarandá.

 

“Es crema de vainilla con colorante celeste”,

me repiten mis parientes y amigos,

que suponen que mi cabeza es una casa tomada

por esa loca llamada Fantasía

y que no tengo remedio,

aunque insistan en llenarme los bolsillos de recetas

y la mesita de luz

de cajitas con pastillas de todos los colores.

No.

De todos los colores no.

Celeste no hay ninguna.

 

¿De qué está hecha la crema del cielo?

Yo, por las dudas, no la probé nunca.

A ver si todavía mis parientes y amigos tienen razón.

 

Odio dar el brazo a torcer.

Odio la crema de vainilla.


 

martes, 25 de enero de 2022

EL AUTO DE JAMES DEAN


 EL AUTO DE JAMES DEAN



No se puede confiar en un animal así.

Un animal arisco

que vomita hierros rojos

en los bordes de la tarde.

Un animal así no va a detenerse:

huele viento y redobla

su apuesta de campanas  infecciosas,

huele asfalto

y te rompe el cuello

crac

como a una ramita seca.



No se puede confiar en un animal así.

Un animal daltónico

que confunde huesos con panes

y te mastica y remastica,

 chicle rosado y barato,

y te escupe

cuando se te gasta la primavera en las venas.



Dios se lava las manos con un jaboncito de hotel,

aprieta los botones de un joystick,

hace cualquier cosa estúpida mientras el animal corre,

rebuzna sangre,

te lo dije,

no se puede confiar en un animal así.



En algún lugar una mujer

carga en sus bolsillos

un puñado de aspirinas rancias.

Sus zapatillas blancas son gatos 

que ronronean satisfechos.

Junta orina con una cucharita

y ni siquiera mira tu hermosa cara

porque sabe

que todos los cadáveres son iguales.

Quizás esta noche vaya el cine

y la película ablande

su duro caparazón de jeringas.

Y llore un poco,

un poco, nada más,

como para saber que está viva.



No se puede confiar en un animal así.

Un animal así va a morderte.

Siempre.



Estoy hablando de la muerte,

por supuesto.





Arte: "James Dean", Laurence Clerembaux

De "Enaguas de encaje rotas", Editorial Ruinas Circulares (2019)