Te tomo del brazo
y tu fragilidad me golpea
como un relámpago de papel de arroz.
Apenas un suspiro de piel
envuelve tus huesos,
como si fueras un regalo que la muerte
está esperando desde hace mucho tiempo,
un regalo que escondemos
en los lugares más insólitos de la casa,
cruzando los dedos para que no te encuentre,
siempre cruzando los dedos.
Te tomo del brazo
y ochenta años de idas y venidas,
de sueños que fueron y no,
parecen deshacerse al tacto.
“Mirá cómo estoy”,
me decís,
y caminás despacito,
encorvado sobre el jardín
que cuidás a
duras penas,
el trípode fracasando en el reemplazo
de la antigua soltura de tus pasos.
Pero con vos me pasa
lo mismo que me pasa cuando me miro al espejo:
nunca veo a una mujer de más de cincuenta
con los rasgos deformados por el cansancio.
Siempre me sonríe desde el cristal
la chica de veinte que se comía al mundo,
y es un alivio que me sonría
y no me reproche nada.
A vos te veo, te pienso, te sueño,
con el pelo oscuro, la espalda recta,
los graciosos bigotes de los 70’s
y esa camisa rayada de distintos tonos de verde
que saltó del placard a la cocina
y fue repasador tantos años.
Comprando regalos de Reyes,
útiles escolares, zapatillas Topper,
discos de vinilo.
Ocupando, como pudiste,
el lugar del padre ausente.
Te tomo del brazo
y tu fragilidad me golpea
como un relámpago de papel de arroz.
No estamos en los 70’s.
Sos un viejito, tío.
El Winco se
rompió hace años.
Entonces cruzo los dedos
y me esfuerzo por esconderte
en el lugar más insólito de la casa.
El lugar del milagro.
Ese donde ella
no pueda encontrarte nunca.
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