LA
CULPA
Cuando
él se mató
yo
pensé que ella había tenido la culpa.
Lo
pensé porque era muy joven
y en
mi universo,
ramplón
y bidimensional,
sólo
había blancos y negros,
ninguna
grieta por donde se filtraran los grises,
las
dudas.
Lo
pensé porque nunca había estado casada
y no
me había preguntado jamás por qué una mujer tiene un amante
(o
diez, o cien),
por
qué un hombre sueña con otra.
Cuando
él se mató
el barrio
levantó el dedo acusador
y las
piedras de la indignación llovieron sobre la melena rubia de la viuda:
“Tendría que haberla matado a ella primero”
protestaron
los futuros cultores del ni una menos.
Yo no
llegué a tanto.
Pero
di por sentado que ella había tenido la culpa.
La
culpa.
La
culpa de que él estuviera muerto
(colgado
de una viga,
azul,
como el auto en el que yo los veía pasar,
tan
hermosos, tan perfectos)
La
culpa de que en mi universo bidimensional y confitado
la
telenovela de las 5 empezara a hacer agua:
no
fueron felices ni comieron perdices,
la
vida es otra cosa;
preparate
porque
la vida es otra cosa).
Pienso
en él seguido.
Recuerdo
su risa y esos desayunos
en los
que yo le contaba lo mal que me había ido la noche anterior
y él
me decía que los hombres estaban locos.
A ella
no la vi más.
Me
gustaría verla.
Me
gustaría decirle que no tuvo la culpa.
Y,
quizás, pedirle perdón.
Qué
sabía yo.
Qué
sabíamos nosotros.
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