LA LLORONA
Debo confesar, entre muchas otras cosas,
que casi, casi,
me pasé toda la vida llorando.
Al principio lloraba por las mismas cosas
por las que llora todo el mundo:
tenía hambre, tenía frío, tenía sueño.
Con el paso de unos pocos años
fui encontrando mis motivos personalísimos.
Lloré porque el hombre mató a la madre de Bambi
y porque se murió la novia de Gardel
(lloré de tristeza y lloré de estupor:
a los cuatro años ya es dificilísimo aceptar que se muera una novia,
pero que el novio se ponga a cantar es demasiado).
Lloré por la pobre solterona que se había quedado
sin ilusión y sin fe,
por la fea que iba procurando que el mundo no la viera
camino del taller,
por la hija de Libertad Lamarque que también era cieguita
y no podía jugar
(yo creía que era la hija de Libertad Lamarque;
después me enteré que no
pero, de todos modos, seguí llorando).
Lloré por el último organito
y por Luis Otero, el Sapito, del poema de Gagliardi,
al que el Destino Maldito le arrebató a la mamá.
Lloré por casi todos los personajes de “Corazón”,
por la dulce Beth March,
porque Jo no se quedó con Laurie,
porque el País de las Maravillas fue sólo un sueño,
porque los Reyes Magos eran los padres.
Lloré por un lobo disfrazado de príncipe
que se empecinó en probarme un zapatito de cristal
demasiado pequeño para mí
y me condenó a sangrar para siempre.
Lloré por Julieta, por Isolda, por la Reina Ginebra,
por Margarita Gautier, por Manon Lescaut,
por Anna Karéninna, por la Dama del perrito,
por Madame de Tourvel .
Porque Clark Gable abandonó a Vivien Leigh,
porque Humphrey Bogart dejó ir a Ingrid Bergman,
porque Meryl Streep no se bajó de la camioneta
para correr a los brazos de Clint Eastwood
(aunque sabía que no se tenía que bajar,
no, no, no,
bajarse hubiera sido convertir un amor de película
en un amor de entrecasa,
demasiado usado,
con agujeros mal zurcidos en la puerta del domingo).
Lloré porque Montgomery Clift no sobrevivió a Pearl Harbor,
porque Leonardo DiCaprio no sobrevivió al Titanic,
por la mirada de Christian Bale en la escena final de “El imperio del Sol”.
Lloré cuando mataron a Lennon
y cuando se desmoronaron las Torres Gemelas
(y me dijeron tarada, no llores, son yankees;
entonces lloré porque me dijeron tarada
y porque nadie pensó en lo que habrá sentido esa mujer
que prefirió reventarse la cabeza contra el asfalto
antes de morir calcinada).
Lloré porque la Muerte
no se conformó con arrebatarme personajes de ficción
y fue por todo.
Porque me enamoré siendo demasiado joven
y me enamoré siendo demasiado vieja.
Lloré cuando fui a parir, cuando parí,
cuando me pusieron a mi bebé en los brazos.
Lloré la primera vez que hicimos el amor
y la última vez que lo vi.
Girondo estaría orgulloso de mí, lloré como él quería:
conlanarizconlasrodillasporelombligoporlaboca.
Lloré para atrás y para adelante:
lloré cuando se separaron los Beatles
(aunque cuando se separaron los Beatles yo tenía tres años
y no sabía quiénes eran)
y lloré cuando se casó mi hijo
(aunque mi hijo recién está estrenando su primera novia).
Lloré para arriba
(nunca hay que llorar para arriba
porque te puede caer el llanto en la cara),
lloré para abajo
(y fui dejando una sutil estela de sal detrás de mí
como si fuera un caracol hecho de suspiros),
lloré para los costados
(y salpiqué a los que estaban sentados al lado mío en el aula,
en el cine,
en el colectivo,
en la sala de espera del ginecólogo).
Gasté fortunas en pañuelos descartables y aquí estoy,
más pobre que nunca.
Supondrán las personas razonables que tanto llanto
debe haberme consumido.
Pero no.
Estoy escandalosamente rozagante.
Lo que no deja de ser motivo de llanto:
los pantalones no me cierran.
Lloré tanto, tanto, que para contarlo
escribí un poema larguísimo.
Ustedes se habrán aburrido, pero a mí
¿quién me quita lo llorado?