GUERRA
FRÍA
“No quiero mirar en la misma dirección que mi marido por toda la eternidad.”
Tiburcia Domínguez
Él entra a una habitación y yo salgo.
Él enciende el televisor y yo
escucho rock a todo volumen.
Y canto.
Ninguna tortura es comparable
a una buena canción destrozada
por una aficionada sin talento.
Él piensa que los malvones
son sosos
y se van en vicio
demasiado pronto.
Yo llené el jardín de malvones.
Y, además,
adopté un perro para que lo destruya.
Él se aburre con las películas románticas
y yo no pienso ver Games
of Thrones ni en sueños.
Detesto los mundos
imaginarios donde todo parece
demasiado sucio.
Para sucia está la vereda.
Cascaras de naranja y papeles de golosinas
Gracias señor verdulero.
Gracias señora del kiosco.
Él no almuerza.
Yo no ceno.
Nada de encontrarnos
a mitad de un cuchillo Tramontina.
No nos dirigimos la palabra.
No nos miramos a los ojos.
Compartimos la cama
porque el sillón del living
es demasiado incómodo.
Pero entre espalda y espalda
yo construyo un foso.
Él no me toca
por temor a mis cocodrilos imaginarios.
Yo soy tan gélida como un castillo.
Limpio.
Él quisiera estrangularme
y yo
envenenarle la comida
(si cocinara).
Pero esto es la Guerra
Fría.
Nos vamos a odiar durante años
sin animarnos a revolear una silla.
Sin putearnos.
Sin preguntar qué paso con nosotros
que nos queríamos tanto.
Él va a pensar que es mejor que yo
porque es un buen proveedor
y no pierde el tiempo salvando
a las arañitas que tejen sus historias
en los rincones de la cocina.
Yo voy a pensar que soy mejor que él
porque aprendí primero las vocales,
leí a Rimbaud a los quince
y escribo poemas.
Fotografías: Mausoleo de Salvador María del Carril y Tiburcia Dominguez, Cementerio de la Recoleta, Bs. As.
“No los unía
el amor, sino el desprecio. El mausoleo de Tiburcia Domínguez y su marido,
Salvador María del Carril, uno de los promotores del fusilamiento de Dorrego,
gobernador de San Juan y compañero de fórmula del General Urquiza, es una
evocación para la posteridad de sus desavenencias conyugales. El suyo fue un
matrimonio silencioso: no se dirigieron la palabra durante 30 años. No era
indiferencia, sino odio, de ese tan pertinaz que, incluso, trasciende la
muerte. Y para que ninguno de los dos lo olvidara, la viuda dejó constancia
testamentaria de su voluntad: sus esculturas debían darse mutuamente la
espalda. Ella, con gesto adusto, incómoda en un busto. El, confortable en un
sillón, dirigiendo la mirada en sentido opuesto. Perpetuaron así su odio conyugal
pos-morten.”
Loreley Gaffoglio
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