CHAU, DANI
“Y si dijera que realmente
te amaba… (…) Quizás te reirías y dirías que vivíamos en mundos diferentes…” –
Paul McCartney, “Here Today”
Tenía yo poco más de dos años cuando mamá y papá me sorprendieron con una
noticia extraordinaria: iba a tener un
hermanito. La buena nueva me cayó muy mal: que mis padres hablaran
de un hermanito era
forzar los límites de la decencia de manera escandalosa. Yo no quería ningún hermanito: quería seguir
siendo la más chiquita de la familia, la más mimada.
Ante la inesperada noticia, reaccioné con
indignación. Amenacé con irme de mi casa. Y me fui. Los chicos Fernández fuimos siempre algo precoces.
En cuanto los mayores se distrajeron un poco, salí a la calle, di media vuelta
manzana y me escondí en el galpón de la casa de mi abuela. Mientras me
buscaban, yo me reía entre dientes, y cuando me encontraron, me dieron un merecido
chirlo en la cola.
La panza de mamá fue creciendo, ante mi evidente disgusto, y la gente empezó a
preguntarme pavadas, algo clásico en los mayores, que se dirigen a los chicos
con un lenguaje tonto y una desagradable
condescendencia:
-¿Qué querés que tenga tu mamá? ¿Una mortadelita o un salamincito?
A mí me confundía bastante esta estúpida pregunta. Y, cuando nació mi hermano,
lo fui a ver esperando encontrarme con un salchichón
primavera. Pero, en lugar del mentado salchichón, me encontré con el Dani, un bebé rojo y
arrugado al que odié inmediatamente. Después lo quise y, además, lo adopté como
mascota.
Cuando mi hermanito cumplió dos años, yo
ya tenía cuatro e iba al “Jardín
de Infantes” de la
Srta. María Elena. Daniel también quería ir a la escuela,
pero en ese entonces los nenes de dos años no iban al “Jardín”. Eran otros tiempos.
Para solucionar este problema eché mano a mi imaginación, que ya en ese era
entonces frondosa, e inventé una
“Escuela de Noche”. A esa escuela iba mi hermanito. Claro que él no
se enteraba porque estaba dormido. Así que cada mañana yo le relataba las
peripecias que había pasado en “su
escuela” y él me escuchaba atentamente. Había algunos personajes en
esa escuela imaginaria que siempre se metían en líos: la
Betica,
el Lolo y no sé cuántos mas. A Daniel le encantaban mis historias.
Encantado estuvo también cuando le
presenté a Nylon,
un amigo invisible que nos acompañaba siempre en nuestros singulares juegos.
Cada tanto, yo anunciaba que Nylon
había llegado de visita a nuestra casa. En esos días de visita, Daniel y yo
agregábamos un lugar en la mesa e insistíamos en que nadie se sentara en la
silla vacía que designábamos para que se ubicara a Nylon. ¡No fuera cosa de que nuestro pobre amigo
invisible muriera aplastado!
Para ese entonces, yo creía a rajatabla lo que veía en el cine o la tele.
Después de haber visto “Pinocho”,
de Disney, se me
ocurrió emular a Pepito Grillo
y ser la voz de la conciencia de mi querido hermano. Cada vez que Dani se
dormía, me acercaba sigilosamente a su cama y murmuraba en su oído una sarta de
pavadas que, por supuesto, el chico no recordaba cuando se despertaba. No fui
una voz de la conciencia eficiente, pero el jueguito me parecía de lo más
divertido.
Como a todos los chicos, nos fascinaba pasarnos “a la cama grande”. Los tres hermanos nos
apropiábamos de ella para jugar “al
barco”. Rodeábamos la cama con almohadas y soñábamos que era un
enorme buque y que estábamos rodeados de monstruos marinos dispuestos a
devorarnos. Era simple y divertido. Uno de nuestros mejores pasatiempos.
Tal como dije anteriormente, los mayoría
de nuestros juegos eran de lo más extravagantes. Yo tenía, alrededor de los
seis años, un muñeco bastante feo al que había bautizado Juan Bondiola (no sé por qué
le había puesto ese nombre, quizás porque había quedado traumatizada con las mortadelitas y los salamincitos). Era un
monigote algo tétrico, parecido a esos muñecos de ventrílocuo que aparecen en
las películas de terror y cobran vida propia. Pero a mí me gustaba Juan Bondiola. El espantajo
tenía su encanto. A Daniel también le gustaba. Los chicos Fernández siempre fuimos algo estrafalarios.
Cierto día, secundada por Daniel, que siempre adhería a mis ideas por locas
que fueran, dictaminé que Juan
Bondiola había muerto. Con anterioridad, había dado por muerto a un
monito a cuerda que tocaba los platillos, pero ese juguete había tenido un
entierro absolutamente privado. Para Juan
Bondiola yo quería algo grandioso, así que organicé un funeral con
todas las de la ley. Invité a mis amiguitos del barrio y le di al muñeco
cristiana sepultura en un tanque de agua lleno de arena, al que previamente le
había pegado en el frente una figurita de San Martín para que se pareciera más
a una tumba (Juan Bondiola
no tenía nada que ver con San Martín, pero ese era un detalle menor). Por
supuesto, mi hermanito fue parte destacada del evento funerario. Los chicos
observaban la ceremonia fúnebre en silencio, pero yo no quería silencio.
-¡Lloren, chicos, lloren!, le decíamos al piberío del
barrio. A los pibes, pobres, no les salía llorar por la muerte de un muñeco
ajeno que, además, nunca había estado vivo, así que se escupían las yemas de
los dedos y se pasaban la saliva por la cara para simular un llanto
desconsolado. Creatividad pura.
Tuvimos otro entierro en esos días: a mi
abuela se le había muerto una gallina y la reclamamos para darle una sepultura
decente. La ceremonia fue prácticamente igual a la llevaba a cabo con Juan Bondiola, aunque con un
plus fundamental: la gallina alguna vez había estado viva.
Dani llamaba “Palomo Julián” a la bolsa de agua caliente.
Juntos especulábamos acerca del advenimiento del la
Tercera Guerra Mundial, y nos “preparábamos” comiendo pasto
y la corteza blanda de algunos árboles a la que llamábamos “pollo”. En otras ocasiones
nos metíamos en la “fosa”
del garage de mi abuela, donde papá solía arreglar sus colectivos, y formábamos
una especie de club, con más nenes que nenas, porque había pocas nenas en el
barrio y, además, en la fosa vivían un par de sapos, indiscutidamente
inofensivos pero con una pinta no apta para muchachitas impresionables. En la
fosa se metían el Dani, Damián, Sergio, el Tano…
Cuando llegaban los Carnavales, era común
que los chicos nos disfrazáramos, siempre haciendo uso de una imaginación
encantadora. Cualquier trapo nos servía. Las bolsas de arpillera en las que
venían las papas se convertían, con bastante maña y algo de pintura o hilos de
bordar, en trajes indígenas al estilo Pocahontas.
Las polleras, blusas y collares sustraídos a las madres, tías y abuelas,
servían para convertir a cualquier pibita en una gitana hecha y derecha. Había
remeras rayadas para los presos y pantalones viejos desflecados para los
linyeras… Cierta vez se nos ocurrió disfrazar a Dani de nena. Mi ropa le
quedaba bien y, para ese entonces, nos parecíamos bastante: yo usaba el pelo
corto como un varón (mamá me rapaba para evitar mis alaridos cuando intentaba
convertir mis legendarios rulos en un peinado medianamente decente) y Daniel
tenía todavía los rasgos suaves de un chiquito en edad preescolar.
-¡Chau, Raquelita!,
le decían los vecinos. Dani odió ese disfraz y allí terminó su carrera de
travesti. Si bien siguió disfrazándose para los Carnavales, jamás accedió a
convertirse en otra cosa que no fuera un preso o un linyera.
Daniel era mi protegido. No toleraba verlo llorar. Consolarlo implicaba, a
veces, mentir de manera descarada. Estábamos en un almacén repleto de gente y a
mi hermanito se le pinchó un globo. Inmediatamente empezó a llorar. Mi consuelo
resultó gracioso para todos los presentes: “No
llores por el globo: después
mamá te lo cose.” Vale acotar que su condición de protegido no lo
privaba de mi maldad innata. Él le tenía miedo a los truenos y yo aprovechaba
cualquier tormenta para torturarlo. Había inventado un cantito bastante infame:
“Monstruo de la tormenta ven a
buscar a Danielito Fernández, se porta mal.” Tenía otro cantito
malévolo para molestar a mi hermanito. Cada vez que mamá salía a hacer un
mandado le canturreaba: “Mamá
se fue, no volverá, y el Cuco malo te comerá”. Sin embargo, el
pobre chico me seguía teniendo de referente para todo.
A mediados de los '70, el país vivía
atormentado por el accionar violento de algunas agrupaciones de izquierda. Los
chicos no entendíamos demasiado del asunto, pero escuchábamos palabras sueltas.
Y cada vez que le preguntaban al gordo que iba a ser cuando fuera grande
respondía muy suelto de cuerpo:
“Extremista o guerrillero.” Mi hermano nunca perdió su espíritu
combativo, pero a pesar de ser un gallito, trabajó, como mi viejo, en una
empresa de colectivos.
1976 fue un año duro para los chicos
Fernández. En febrero murió papá. Dani y yo estuvimos presentes
cuando se descompuso. Fue de noche y estábamos durmiendo. Enseguida nos
ubicaron en la casa de los vecinos de al lado, unos rusos amorosos que,
casualmente, estaban de fiesta. Más tarde nos llevaron a casa de otro vecino y
ahí pasamos la noche, en una cama matrimonial que nos quedaba grande. Yo no
pude dormir. Mi hermanito se despertaba a cada rato y me preguntaba dónde
estaba papá. “En el hospital”,
contestaba yo, aferrándome a la esperanza de que papi viviera. A la maña,
cuando nos levantamos, descubrí que Daniel se había hecho pis en la cama. Para
que los vecinos no se enteraran de este acontecimiento que avergonzaba a mi
hermanito de cinco años, tendí la cama a los apurones. Como pude. Y los vecinos
no se dieron por enterados del accidente nocturno. De mañana nos dijeron que
papá se había ido al cielo. Nos llevaron a verlo, a darle un último beso. La
sabiduría popular dice que el
tiempo lo cura todo. Pero
los chicos Fernández crecimos heridos.
Nuestra casa de Wilde se caracterizaba
por tener un fondo enorme, con seis imponentes casuarinas. Era común que en los
días de viento se cayeran los nidos. Acostumbrábamos a recatar a los
pichoncitos desvalidos y a cuidarlos hasta que pudieran volar. Los
alimentábamos con miga de pan mojada en leche, abriendo sus diminutas boquitas,
con cantidades ínfimas de alimento, ayudándonos con algún escarbadientes. Pero
mamá decidió cortarlos. Y la pila de troncos fue un buen lugar para que mi
hermanito se lanzara desde ahí en paracaídas. El paracaídas era de mi
confección, obviamente. Lo había construido con telas y lanas, y no amortiguó
para nada el porrazo de Dani cuando saltó, confiado en que la hermana inventora
había pergeñado un paracaídas de lo más seguro.
Cuando nos mudamos a Villa Domínico, los chicos Fernández hicimos
migas con nuestros nuevos vecinos: Darío, la Moni,
Esteban, Damián, Analía… Nos seguimos disfrazando para los Carnavales pero
empezamos a tener algunos conflictos: yo me negaba rotundamente a que los
chicos cazaran mariposas
y al Dani parecía
gustarle bastante este deporte repudiable. Los pibes cortaban ramas de los
árboles y les daban una biaba tremenda a las pobres mariposas, que iban a parar
a un frasco de mermelada vacío donde, naturalmente, se morían.
Dani, Analía y yo, gozábamos de algunas inquietudes artísticas. Mi abuela tenía
una curiosa costumbre: tiraba los restos del puchero en una pila de escombros
que había en el fondo de su casa. Esta manía nos proveyó de la materia prima
básica para nuestras bizarras creaciones: recolectábamos los huesos de caracú y
los decorábamos con témperas, brillantinas y plasticolas de colores. Las obras
eran exhibidas dentro y fuera de nuestra casa, pero, lamentablemente, se
perdieron con el tiempo.
Cuando llegaba el verano, los pibitos de
la cuadra íbamos a la pileta de la Moni, que
era de material, cosa rara en esa época. Pasábamos todo el día en el agua, y,
cuando caía la tarde, organizábamos unas suculentas “fiestas comestibles”. Cada chico colaboraba con
algo: Coca Cola,
papas fritas, palitos salados, algún sandwichito… Las “fiestas comestibles” eran
espectaculares: daba gusto juntarse con los amigos y comer, comer y comer.
Ya en la adolescencia, aunque seguimos
compartiendo algunas confesiones, nuestros caminos fueron separándose. Yo era
una chica dicharachera que gustaba de salir, ir a bailar y hacer todas esas
cosas que hacen los adolescentes. Daniel se había convertido ya en un tipo
sumamente introvertido. Era difícil llegar a él. Había levantado murallas
alrededor de su corazón. Murallas que fueron creciendo poco a poco a lo largo
del tiempo, hasta convertirse en casi infranqueables. Pero esas murallas no nos
impidieron compartir alguna que otra confidencia y tampoco emborracharme con él
en los albores del año 2000. Estuvimos toda una tarde charlando, junto a Rosana
y Gaby, mis amigas, y, entre broma y broma, nos tomamos cinco botellas de
champagne. Cuando mi marido llegó de trabajar me encontró tirada en la cama,
con los ojos entrecerrados y mascullando pavadas. Esa fue una de nuestras
primeras trifulcas familiares.
Cuando mi hijo nació, Daniel se apuró a
rebautizarlo: para él jamás fue Manuel, sino Elmer
Fudd o “el
Cabezón”. Tampoco me llamaba por mi nombre: yo era “la enana”. Dani jugó con "el Cabezón”. Lo malcrió. Le
compró su primera camiseta de Boca y una colección de cassettes de Discovery Channel, “Paseando con
Dinosaurios”. Le enseñó a tirar cohetes para las Fiestas. Lo cargó
más de una vez en un bolso para llevarlo a dar una vuelta.
Daniel llenó la casa de animales: ranas,
culebras, peces… Hasta un coipo. Le gustaban los bichos. Tenía un humor ácido,
a veces hiriente. Disfrutaba arruinándonos las Navidades. Amaba el rock and
roll. Aparecía por casa muy de vez en cuando y me traía algún cactus, alguna
plantita. Se fumaba un cigarrillo conmigo.
Hoy mi hermanito está muerto. Se le ocurrió morirse. Los chicos Fernández siempre tuvimos
ideas extravagantes.
Hubiera querido decirle que lo quería.
Pero no pude.
Ahora tengo que decirle chau.
Chau, Dani. Hasta siempre.
Setiembre, 2010