HABITACIÓN 129
Resbalábamos
por la piedra amable del encuentro:
la juventud aún era probable.
Él no me dolía
y yo me ataba
al hilo de sus sueños
(si los hombres sueñan,
si la piel es factible
a partir del tacto del soñado).
La luz acomodaba
la hechura jovial de mis pezones
en el hueco de sus manos.
La luz era el alivio,
y en la garganta del jardín
donde dormía el relámpago
se hinchaban dulces plantas carnívoras,
florecían motines
de jaleas salvajes
(nunca pensé en la cara de la mujer
que rehízo
nuestra cama deshecha:
no sé si ella encontró mis llaves,
no sé si ella intentó detenerme
cuando me arrojé
por la escalera del olvido).
La garganta del jardín era mi cuerpo:
mis orillas sonrientes
palpitando
como una pájaro abierto.
La ternura legible de mis vísceras.
El jardín era ese lugar intrascendente,
huérfano de linaje,
saturado de aromas y de vínculos
apenas sustentables
donde casi lo tuve.
Casi.
Casi.
Arte: Natalie Frank
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