ÉL VINO
Él vino.
Vino con sus preguntas
a rehacer mis límites.
A tumbar cualquier sueño
que siguiera de pie
con su olor a sexo empedernido.
A remover las algas.
Él vino.
Con sus insectos de zumbidos ásperos.
Como otro intento de humedad.
El lomo partido
por un rayo de luz.
Yo no sabía la edad de mi deseo.
El hambre era una costumbre mansa.
A veces me soltaba el pelo,
pero las mariposas no venían.
Él que vino fue él.
Con su miel hecha harapos.
Yo no sabía nombrarme el cuerpo.
Él lo tocó y le colgó palabras.
Él vino.
Vino con sus preguntas
a rehacer mis límites.
A tumbar cualquier sueño
que siguiera de pie
con su olor a sexo empedernido.
A remover las algas.
Él vino.
Con sus insectos de zumbidos ásperos.
Como otro intento de humedad.
El lomo partido
por un rayo de luz.
Yo no sabía la edad de mi deseo.
El hambre era una costumbre mansa.
A veces me soltaba el pelo,
pero las mariposas no venían.
Él que vino fue él.
Con su miel hecha harapos.
Yo no sabía nombrarme el cuerpo.
Él lo tocó y le colgó palabras.
No sé si duro un día o un siglo
Pero él vino.
A oficiar de horizonte.
A ponerme
para siempre en sospecha.
Pero él vino.
A oficiar de horizonte.
A ponerme
para siempre en sospecha.
Arte: "Amantes 25", Nicoletta Tomas Caravia
Del poemario “Todos los hombres que me
amaron”, Ediciones Literarte, 2012
Me ha costado años aprender que nadie puede poner nombres a tu cuerpo... muchos años, en saber que cada perímetro de mi piel solo tiene el nombre que yo le dé... Y que si alguien pone el dedo será con la condición mía y salvoconducto para llagar sano y salvo hasta donde yo permita y quiera... Aprendí enamorada del amor que mi cuerpo tienen nombre irreales y con apellidos de soledad.
ResponderBorrarNos volvemos un poco tontas cuando nos enamoramos tanto! Eso que decís, Carmen querida, se aprende a los golpes. Un abrazo.
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