lunes, 19 de octubre de 2020
domingo, 18 de octubre de 2020
CEFERINO
CEFERINO
Se llamaba Ceferino
y era el hermanito de la Patri.
El hermanito muerto de la Patri.
Se había enfermado de meningitis
y se había muerto,
poniendo patas arriba
un mundo en el que los chicos estábamos a salvo,
teníamos un angelito de la guarda que nos cuidaba,
una estrellita en el cielo que velaba nuestros sueños,
y bla, bla, bla.
En mi cabecita entre católica y pagana,
en ese sincretismo absurdo
en el que cohabitaban lo que me habían enseñado
(el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo)
y lo que intuía cada tarde de verano
en el trote lascivo de las abejas
cortejando a las margaritas,
yo estaba segura de que el chico se había muerto
porque se llamaba
Ceferino.
¿A quién se le ocurre ponerle a un bebé
el nombre de un santito que se murió tan joven?
Porque Dios lo llamó a su lado,
porque Dios lo eligió,
porque Dios lo necesitaba,
porque Dios, porque Dios.
Entrar a la casa de la Patri
era como entrar a un mausoleo.
No porque hubiera fotos
o algún recuerdo de Ceferino
(que los había, seguro).
Porque el silencio era tan espeso
que se volvía imposible de romper.
No importaba cuánto gritaras,
no importaba lo fuerte te rieras.
El silencio era una bola de pelos indestructible
que crecía y crecía
a medida que el animal del dolor
se lamía las llagas.
Algunas veces me quedaba a comer de la Patri.
Su mamá nos servía la comida
y se sentaba a masticar mecánicamente la suya
frente a un sifón donde apoyaba, abierta,
la revista "TV
Guía".
Leía mientras comía y jamás nos miraba.
Jamás levantaba los ojos de la revista.
Leía detalladamente los chismes de la farándula
y la programación de cada canal de TV.
"Para no perderse nada", pensaba yo, tan ingenua.
"Para no ver el lugar vacío de
Ceferino en la mesa", comprendo ahora,
cuando decanté por las abejas y las margaritas
y quisiera llevarle algunas
si supiese
dónde queda la infancia.
Arte: "Karen's Daisies", Kirsten Neil
sábado, 17 de octubre de 2020
AL PAN NUESTRO / ASTURIANAS
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SÁBADO 3 AM
SÁBADO 3 AM
Son
las 3 AM
y
estoy despierta.
Suelo
despertarme a esta hora,
a
pesar de que la medicación garantiza
una noche de sueño sin agujeros.
Dicen
que a las 3 AM
empieza
el tiempo muerto,
el que
desdibuja las fronteras
entre
un mundo y otro,
y los
espíritus van y vienen,
susurrando
en nuestros oídos
sus
verdades incómodas.
O que
es la hora del Diablo,
porque
Jesús murió en la cruz a las 3 PM
y el
maligno se burla de sus símbolos
en
modo parodia,
compitiendo
con él como si fuera
un
hermano menor que necesita
que
el padre lo mire, lo vea.
No lo
sé.
Sólo sé que a las 3 AM
todo
lo que me rodea
me
parece lejano e irreal.
Deambulando
por la casa,
con
los párpados pesados y la lengua pastosa,
me
urge nombrar a todas las cosas
para
volverlas ciertas.
Entonces
digo mesa, silla, taza.
Boca, dedos, corazón.
Entonces
digo perro.
Y el aludido
levanta la cabeza y me mira.
Se reconoce en la palabra
que modulo con torpeza.
Sus
ojos me alivian.
Mesa, silla, taza.
Boca, dedos, corazón.
Perro.
Nadie
se quedó con lo mío.
Nadie las privó de su nombre.
Nada
explotó
como una burbuja de jabón
o un
misil
mientras
no estuve alerta.
En un
rato volveré a la cama,
algo
más tranquila, pero sabiéndolo.
Sabiendo
que por la mañana,
el
sol tachará de su inventario
lo
que ha muerto.
Lo
que perdí o se volvió irreal
porque
no supe cómo nombrarlo.
viernes, 16 de octubre de 2020
ANA

ANA
Era linda.
Como tantas otras chicas del barrio que eran lindas
y fosforecían en las veredas
con su luz apretada y reventona
como la de los claveles que las viudas
llevaban al cementerio, lloviera o tronara,
cada domingo.
Era linda.
No recuerdo el color de sus ojos
pero sí sus piernas eternas,
sus rodillas elegantes,
cada uno de los diez dedos que descubría
cuando se calzaba las sandalias con plataforma,
esas que yo añoraba
desde la candidez de mis seis años
y la intuición, nada fallida,
de que la altura no iba a ser uno de mis fuertes.
Era linda.
Como tantas otras chicas del barrio que eran lindas
y soñaban con su humilde porción de felicidad:
casarse o ser maestras.
Pero ella soñaba otra cosa:
quería ser Miss
Argentina.
No se conformaba con ser la reina del club de la otra
cuadra.
No se conformaba con ser una beldad anónima.
No se conformaba con ninguna otra corona
que no fuera la de Miss
Argentina.
Sin embargo,
se presentaba en todos los concursos de belleza que
aparecían.
Y se preparaba para ganar:
ayuno y purgas,
ayuno y purgas,
golpes al estómago,
patadas a los intestinos,
odio a cualquier redondez femenina
que no encajara en un parámetro perverso,
maltrato sistemático a un cuerpo
al que no le alcanzaba ser cuerpo
para ser perfecto.
Ana nunca llegó a ser Miss Argentina.
Ni siquiera llegó a competir en el mentado concurso.
Pasó frente al ojo avizor de Jean Cartier
sin pena ni gloria.
Pretendientes no le habrán faltado
pero ella prefirió acostarse
con la ilusión de la corona que la obsesionaba,
del ramo de flores,
de la estúpida banda que la distinguiría
como la más linda de todas.
Cuando los años la obligaron
a renunciar a sus aspiraciones de Miss
ya se había acostumbrado a no comer.
El día que se la llevaron para internarla
fue la última vez que se la vio en el barrio.
jueves, 15 de octubre de 2020
PEACH BLOSSOM
Ahí está,
en un rincón,
hecha una bolita de silencio y miedo,
mientras mi cinco gatas la miran con curiosidad
y cierta desconfianza.
No es una cachorrita:
tiene alrededor de seis meses
No reconoce esta casa como propia.
No me reconoce como dueña,
aunque se deja tocar
y es bastante dócil.
Peach
Blossom.
Otro nombre rebuscado para una gata
a la que terminaré llamando Pichi, Pipi o Pi.
No vino de la calle:
Peach tenía dueña.
Una nena de no sé cuántos años
que hoy la buscará por todos los rincones
y no la encontrará,
porque su madre decidió que el juguete
había crecido demasiado
y que una Barbie
requiere
muchísimos menos cuidados que un gato.
Y que, salvo que sea la prima de Chucky,
no se va a poner a arañar los sillones
a las tres de la mañana.
¿Qué le dirán a esa nena?
¿Que la gatita se escapó?
¿Qué alguien la vio en la calle
y no tuvo mejor idea que llevársela?
¿Cuántas lágrimas derramará por Peach?
¿Cuándo la olvidará?
¿La olvidará alguna vez?
Sí, hay muchos animales en la calle
que nacieron en la calle.
Pero hay otros que no,
hay otros que fueron concebidos
por adultos mezquinos
como entretenimiento para sus hijos.
Y, cuando crecieron demasiado,
les abrieron la puerta y arrivederci.
Un gato criado en una casa
y empujado a la calle arbitrariamente
vive alrededor de cinco meses.
Nada más.
No aprendió las habilidades necesarias
para defenderse en un medio hostil.
Peach tuvo suerte:
la vi acurrucada en una vereda,
la alcé, la acaricié,
y, al rato, una mujer rubia
que me crucé en el supermercado
me dijo, sin atisbo de culpa:
“Te vi
alzar a la gatita. ¿La querés?
Si la
querés te le llevo mañana a tu casa.
Temprano,
para que la nena no se entere”.
Y acá está,
temprano, antes de que la nena se despierte.
Antes de que la nena llore.
Antes de que la nena sepa que su gatita
era un juguete que se estaba volviendo incómodo.
Me pregunto, mientras la miro,
asustada, recelosa,
quizás triste,
cómo podemos aspirar a un mundo mejor
si le enseñamos a nuestros hijos
que el amor es descartable.