LAS MANOS DE MI PADRE
No las recuerdo.
No recuerdo las manos de mi padre.
Hace siglos que son polvo,
jaulitas de humo donde quedaron atrapadas
las caricias a las que la muerte
les cortó las alas.
Sin embargo, pienso mucho en ellas.
Las manos que desataron el nudo que apretaba
las rodillas castas de mamá
e iniciaron la ruta del amor
que me trajo al mundo.
Las manos que construyeron
la casa donde di mis primeros pasos,
dije mis primeras palabras,
dormí sin sobresaltos,
sin que ninguna sombra
descosiera los ribetes del sueño.
Las manos que me tocaron, apenas abren los ojos,
como quien toca un milagro.
No recuerdo las manos de mi padre.
Pero los recuerdos de los otros
(los que no tienen ocho años
cuando esas manos
se secaron como las plantitas
que me olvido de mirar cada tanto)
me las traen como una ofrenda.
Manos con dedos deformados
por el trabajo prematuro.
Dedos de nudillos anchos
que soportaron apenas unos días
la alianza de matrimonio.
Mi padre cargó tarros de leche
desde que tenía cinco años.
Sus manos eran el mapa
de un pais injusto
donde jugar era el privilegio de otros.
No las recuerdo.
No recuerdo las manos de mi padre.
Pero las pienso y hablo de ellas
para construir una casa sin grietas,
una casa chiquita y poco pretenciosa,
donde el dolor no se atreva,
ni siquiera,
a rozar el umbral.
Arte: Haley Ivers
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