viernes, 31 de enero de 2020

MERCEDES DE ACOSTA ESCRIBE SU PRIMER POEMA DE AMOR PARA GRETA GARBO


MERCEDES DE ACOSTA ESCRIBE SU PRIMER POEMA DE AMOR PARA GRETA GARBO

Cuando se conocieron
la Garbo elogió el brazalete que llevaba Mercedes.
La poeta no dudó en convertirlo
en una ofrenda a la Diosa:
“Lo compré para vos en Berlín”,
murmuró mientras se lo quitaba de la muñeca
y lo dejaba a sus pies.

Ahora, sola en su cuarto,
Mercedes evoca los ojos eternos de Greta,
su media sonrisa inescrutable,
sus pechos reprimiendo el salto como conejos tibios
debajo de la blancura prometedora del sweater.
Ella,
que se jactaba de ser capaz de quitarle la mujer a cualquier hombre,
sabe que no es digna de la Diosa,
pero comprende que una palabra suya
bastaría para salvarla.

Ahora, sola en su cuarto,
Mercedes de Acosta escribe su primer poema de amor para Greta Garbo.
Su boca es un hervidero de abejas y aguijones
ungidos por el deseo.
Entre sus muslos
un hilo de luz se convulsiona
en una danza de luciérnagas y hambre.

Mercedes elige cuidadosamente las palabras
(siempre hay que elegir cuidadosamente las palabras
cuando se habla de amor).
Las abejas se escapan de su boca,
besos en tropel que mueren en el aire,
y un sabor a canela y a naranja
madura en la cresta de su lengua.
El sabor del sexo de la Diosa,
adivina,
y se persigna en nombre de la Garbo,
de su cuerpo largo y sagaz,
de sus pezones fosforescentes que la apuñalan
y  la hacen caer de rodillas.

Mercedes cae y escribe.
Escribe.

Su primer poema de amor para Greta Garbo.

Su primer poema de amor.


De "Enaguas de encaje rotas", Editorial Ruinas Circulares (2019)

miércoles, 29 de enero de 2020

PEG, LA CHICA DEL CARTEL


PEG, LA CHICA DEL CARTEL

Ser joven, rubia y hermosa
no alcanza para pagar las cuentas.
Ser delicada, etérea,
tener los pechos de vidrio y las caderas pequeñas,
la boca a punto de estallar
como un diminuto huracán de azúcar,
los ojos largos y azules
no alcanza para que la vida valga más
que una moneda de angustia.

Peg había caminado todo el verano,
de audición en audición,
buscando un papel que la redimiera.
Se había desnudado para sobrevivir,
exhibiendo con pudor las costillas del hambre,
cinco minutos antes de comprender
que ser joven, rubia y hermosa no alcanza.

Una señora que paseaba a un caniche histérico
por las colinas de Hollywood
encontró un zapato viudo
y un bolso triste como un nido vacío
al pie del cartel que domina
la fabulosa ciudad del cine.
Peg Entwistle lo había usado como trampolín definitivo.

Horas después de su mutis por el foro,
la Beverly Hills Playhouse despachó una carta a su nombre
ofreciéndole su primer papel protagónico:
el de una suicida.

El arte imita a la vida, a veces.
A la muerte, siempre.


Arte: "Peg  Entwistle", Sunnyboiiii
De "Enaguas de encaje rotas", Editorial Ruinas Circulares (2019)

lunes, 27 de enero de 2020

LA CHICA IT


LA CHICA IT



Había una vez una niñita sucia y escuálida

con la que nadie quería jugar.

Una niñita convertida en una calle de huesos y hollín

que el dolor recorría una y otra vez,

pisando fuerte.

Una niñita hambrienta,

golpeada, violada,

haciendo equilibrio en la cuerda del miedo.

Podría haber caído al vacío

pero cayó en Hollywood

y por unos años se creyó, como tantas,

el cuento de Cenicienta.



Había una vez una piba de barrio

de acento tosco y mohines celestiales

que se convirtió en estrella

y recibía 45.000 cartas de amor por día,

45.000 jadeos, 45.000 promesas de eternidad.

Con su corte de pelo bob,

sus vestidos cortos,

su boquita pintada en forma de corazón,

se instaló en el imaginario popular como la chica it

y se prohibió el té caliente y las aspirinas

para no curarse jamás

de la gripe feliz del éxito.



Había una vez una pelirroja con una Packard rojo,

un gran danés rojo,

un koala rojo,

que se paseaba por Sunset Boulevard,

pisando fuerte

y amaba a los hombres que querían jugar con ella

y no se reían de sus piernas flacas,

su madre esquizofrénica,

su padre ausente sin aviso.



Había una vez una mujer llamada Clara

que pagó caros su libertad y su acento de Brooklyn.

La acusaron de tener sexo en público,

de participar en algún ménage à trois picante

con putas mexicanas,

de retozar con un equipo completo de fútbol,

con su gran danés,

con su koala.

De recordarle a la crème de la crème de la industria

que ellos también venían del barrio,

del barro.



Clara Bow,

la chica it,

fue una de esas mujeres  

que algunos creen fáciles de etiquetar:

bruja o loca.

Hoguera o electroshock,

usted no elige.




Arte: "Clara Bow and the bird", Cat Whipple

De "Enaguas de encaje rotas", Editorial Ruinas Circulares (2019)

sábado, 25 de enero de 2020

LA SERPIENTE DEL NILO


LA SERPIENTE DEL NILO
Al abuelo Luis

En 1915
nadie sabía con exactitud
cuáles eran los orígenes de  Theda Bara,
la sirena gótica que ondulaba con destreza
entre los dos tabúes que engrosaron durante años
la cuenta bancaria de la Meca del Cine:
el sexo y la muerte.
La Fox Film Corporation aseguraba
que era hija de una actriz francesa
y  un príncipe egipcio,
concebida clandestinamente a la sombra de las pirámides.
Juraba, también,
que la diva tenía poderes sobrenaturales.
Su mordedura era letal:
la pequeña Theda,
una Rappaccini's Daughter manufacturada a orillas del Nilo,
había mamado sangre de serpientes venenosas.
Lo cierto es que bastaron un par de películas
para que se convirtiera en la contracara de Mary Pickford,
y su empalagosa promesa victoriana de bebés y pasteles de manzana.
Theda era una pecadora
y el público deliraba al verla semidesnuda,
provocando la ruina de miles de hombres,
devorándolos y embriagándose con sus huesos
con el regocijo de una hiena.

Theda Bara fue todas las mujeres temidas y anheladas:
Salomé, Madame Du Barry, Carmen,
Safo, Cleopatra, Marguerite Gautier.
A todas les puso su cuerpo felino,
su melena caníbal,
sus ojos delineados con kohl y furia.

En 1915
nadie sabía que Theodosia Burr Goodman
era una simple chica judía nacida en un barrio de Cincinnati,
hija de un sastre y una ama de casa que se horrorizaron un poco
cuando tiño su largo cabello rubio de negro azabache.

Los años ’20, con sus burbujas de champagne y sus lentejuelas,
no tuvieron lugar para la belleza ojival de Theda:
las alegres flappers zapatearon charleston sobre el mito
y la buena chica judía buscó un marido.

La primera vampiresa del cine pasó años arreglando el jardín
y cuidando a su esposo.
Murió en 1955,
convertida en una perfecta ama de casa,
sin descendencia pero con tantos pasteles de manzana horneados
como cualquier hija de vecino.


Arte: "Theda Bara", Carri Skoczek
De "Enaguas de encaje rotas", Editorial Ruinas Circulares (2019)