POEMA
A MI MADRE
Los
poemas dedicados a la madre
siempre
me hicieron sentir un poco incómoda.
Quizás
porque la mía nunca encajó
en
el estereotipo de santa,
ángel
terrenal,
fuente
inagotable de dulzura y consuelo.
Quizás
porque tampoco encajé nunca
en
esos derroches de devoción lírica.
Los
poemas dedicados a la madre
siempre
me parecieron un poco forzados,
un
poco exagerados,
demasiado
prolijos.
Poemas
de hijos perfectos
escritos
para madres perfectas.
Muchas
flores y pocos dardos,
y
eso no es la vida.
Esa
no es mi vida.
Ni
la de ella.
Mi
madre,
enojada
con su madre,
con
los bailes de carnaval que se perdió,
con
las monedas que juntaba a escondidas
para
comprar su ajuar de novia,
no
es una santa.
Mi
madre,
enojada
con su viudez prematura,
con
la mitad de la cama vacía,
con
los reclamos del cuerpo silenciados
por
las voces de tres hijos pedigüeños,
no
es un ángel terrenal.
Mi
madre,
enojada,
no
es una fuente inagotable de dulzura y consuelo.
Sin
embargo,
sé
que en este poema dedicado a ella
deberían
aparecer el vestido estampado con margaritas
que
le quedaba tan bien,
los
ositos hormigueros que dibujaba
en
mis cuadernos de la escuela primaria,
la
paciencia con la que me despiojó
y
me enseñó las tablas de multiplicar,
el
mejor arroz con pollo del mundo,
las
canciones con las que acunó a mi hijo.
Debería
aparecer la palabra amor.
Que
está (está).
Escondida
debajo de cualquier otra palabra.
Encogida
como un bicho bolita temeroso
que
no sabe muy bien
qué
hacer con tanta luz.
Arte: "Mother Daughter Forest", Leah Piken Kolidas
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