SOBRE “DESPUÉS DEL SILENCIO” DE CLAUDIA VÁZQUEZ
El célebre autor Mark Twain dijo, alguna, que vez ni siquiera
la palabra más efectiva alcanza jamás la contundencia del silencio. El silencio
que, lejos de lo que pudiera imaginarse, está poblado de sonidos, sensaciones,
arraigos y desarraigos, fuegos fatuos y fuegos eternos, desnudeces y desamparos.
La tarea del poeta es vivir el silencio, sumergirse en él, comprenderlo como
una de las herramientas más fieles del lenguaje. Y emerger de sus aguas, quietas
en la superficie pero recorridas por la turbulencia de lo humano en su
profundidad más absoluta, con el tesoro más preciado: el poema. Es en el
silencio donde se engendra el poema y es el silencio el sustento del eterno
retorno; a él volvemos, desnudos de lo dicho, para renacer una y otra vez en el
intento de la palabra.
“Después del silencio”,
de Claudia Vázquez, es un largo poema de resurrección que corona el via crucis de la página en blanco. Ella,
la habitada por el silencio más grande, “se lanza como un fuego abierto a su
propia sed” para
hacer de esa sed, donde cohabitan lo trascendental y lo cotidiano, una hoguera
suave donde arden las ausencias, las desgarraduras, y reconocerse como la mujer
que fue pero ya no es, porque la palabra es un río distinto cada vez y tiene el
poder de transformarse y transformarnos en cada trazo del poema.
En “Silencio I”, Claudia
Vázquez atraviesa el silencio y lo internaliza. Ella es la exploradora del
silencio, pero también su mentora. Conjuga el silencio universal, el que habita
todos los hombres y todas las cosas, con su propio silencio, íntimo, evocativo,
desgarrado a veces pero siempre atravesado por la inminencia de un parto. Su
voz, siempre a punto de nacer, se hace una con el silencio, que siempre está
naciendo, para dar forma a un puñado de poemas que dicen lo que dicen y más,
siempre más, porque no todo es decible con palabras y porque la autora no teme
suprimir su voz algunas veces y dejar que sea el lector quien habite los
espacios en blanco que se cuelan entre sus versos.: “Cuando ya nada alcanza/y la noche en su
decir/solo es silencio/en la más oscura orfandad.” El en silencio “todo está diciéndose”. Claudia adelgaza
su voz hasta escucharlo, recogerlo, modelarlo en el poema.
El cuerpo es en “Después
del silencio” una reafirmación del yo poético, pero, además, del yo carne.
El poema deja de ser intangible para convertirse en algo concreto que late y
puede respirarse. Todo lo que rozó el alma y la transformó se precipita en el
cuerpo. “Mi cuerpo está sujeto, amarrado,
invisible”, dice la poeta, pero esta supuesta invisibilidad no le quita
peso a ese cuerpo que reaparece una y otra vez en imágenes concisas donde lo
físico tiene preponderancia: “mi cuerpo
duele en este silencio que lo arrebata”, “hablo dolores/apretujones en el
cuerpo”, “y yo con las tripas en la
mano”. El cuerpo es una estancia donde duelen las heridas y los desarraigos
y es, además, una reafirmación concreta del silencio que hace al poema.
“Palabra” es el tiempo del
descubrimiento y de la ofrenda. Es la reconstrucción del silencio y del cuerpo
y su íntima comunión: “Ella
construye su casa/con plumas de águila/con
los bordes de un arroyo/con una manta cosida por el viento”. La poeta sabe del silencio y sabe del
cuerpo, y sabe cómo trenzar estas dos
posibilidades para que surja el canto. En “Palabra”
afloran de manera más explícita los componentes místicos que atraviesan todo el
poemario: la palabra es la de la poeta pero también es la Palabra que viene a rescatarla
y redimirla. Comprendemos entonces que el cuerpo también es el Cuerpo y que el “Después del silencio” tiene dos lecturas posibles: la terrenal, que
describe la relación de la poeta y el mundo, y otra más elevada, que nos
incluye en la relación íntima entre Claudia Vázquez y la vida espiritual.
“Silencio II” es el epílogo perfecto para este viaje
donde del silencio nació el cuerpo, del cuerpo la palabra, y de la palabra un
silencio distinto, más rico y más reposado. El componente místico del poemario
se hace más visible y más conmovedora: “Vuelvo
a Galilea/con la urgencia/de la palabra/con la mañana que llega a los
tobillos/con esa Magdalena que llevo en mis huesos.” Este silencio nuevo
engendra un “cuerpo abierto/como un
pájaro/que se canta/y sucede” y es el corolario gozoso del viaje poético
que nos propone la autora. Este nuevo silencio, lejos de padecerse, es “fuego inextinguible que alumbra.”
La poesía
de Claudia Vázquez, rica, concisa, alcanza en “Después del silencio” su expresión más cuidada y profunda. Su viaje
es nuestro viaje. No importa en qué trecho de nuestro via crucis personal nos encontremos: la resurrección nos espera.
Hacia ella vamos, bendecidos por dos dones que jamás deberíamos dejar de
agradecer: el silencio y la palabra.
Raquel
Fernández
26/09/2017
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