La sed es, sin duda, el motor
de la poesía y aquello que nos empuja a romper con nuestra voz la perfección
del silencio. Pocas palabras tienen tanto peso para describir el impulso que
nos lleva a profanar los espacios en blanco y colmarlos con todo aquello que
suma a la hechura del poema, aquel que desprendido ya de su comunión con el
silencio y aferrado a la palabra que soñamos precisa, se convierte en vehículo
de nuestro yo interno y de nuestras emociones más profundas. Pero a no
confundirse: aunque la palabra reverbere, el silencio sigue allí, velando por
la parición del poema como una madre amorosa, sin abandonarlo jamás, haciéndose
carne con lo dicho y con sus ruidos blancos, espacios donde las palabras se
adelgazan hasta volverse apenas un murmullo casi babaeliano, hasta que lo
escrito logra romper nuestra resistencia inicial, suspendernos en el espacio de
la credulidad y la empatía, y nos urge a
desentrañar lo dicho y lo no
dicho.
Los tajos son hendiduras,
pero también ventanas donde se asoman las inquietudes del poeta, su yo interno,
lo que lo moviliza y lo sostiene. La tristeza puede ser o no una mala
compañera. En el poemario "En tajos
a la sed", de Sergio Lizárraga, es la tristeza quien oficia como un Virgilio que lleva al poeta de la mano y
le señala los círculos de su corazón, sus pasiones, sus miedos y sus carencias
cotidianas.
"La soledad del hueso" irrumpe, desde su título tan pertinentemente
elegido, con una fuerza arrolladora. Muchos poetas han hecho hincapié en la
soledad de los muertos. Pero el hueso, lo que viene después de los ritos de
despedida y las heridas que se van cerrando con el devenir cotidiano y los
apremios de la vida, es la metáfora de una soledad aterradora, la más honda. El
hueso es lo imperfecto, lo que fue, lo no reciclable, y soporta su soledad sin
un gesto que lo delate. El hueso, aún cuando permanezca a salvo del olvido,
trasunta una soledad intocada por la carne. En “La soledad del hueso” el poeta toma la palabra para enunciar,
repetidamente, la imposibilidad de la palabra: “Me veo contando mis huesos y veo el alma rendida”. El hueso en
este poemario define la escasez del lenguaje; crea su propio idioma,
desprovisto de cáscaras inútiles y nos habla de una soledad que excede lo
doméstico y se erige como una soledad colectiva, inherente a la raza humana,
existencial. Casi metafísica: “En
legítima defensa rompí el fémur que unía mis partes.” En cierto punto, el poeta es el hueso, sus huesos, su
metafórica osamenta de soledades que incomodan, en el mejor de los casos, y
desgarran, en otras. El hueso es el alma y la necesidad de volver a ser parido
una y otra vez en un espacio donde el dolor no tenga cabida: “Gasté los huesos/Formando una columna/Que
sostenga la matriz/A la cual retome/Cada nueve meses.” Este no nacer,
o nacer para regresar al punto de partida, ejemplifica la lucha interna del
poeta con un mundo donde los huesos son vehículos pero también pequeñas muescas
de soledad en el camino. Nada como el útero materno para vivir la ingravidez de
una criatura que ignora la terrenalidad de los huesos.
En "Tajos de lluvia", la segunda sección del libro, la
lluvia es el paisaje que enmarca una serie de poemas donde comienzan a
vislumbrarse más claramente las inquietudes espirituales del autor. Si el hueso
es lo pesado, lo que ata a viejos dolores, la lluvia es la levedad que marca
nuevos caminos. La soledad se hace lluvia y también duda e interrogante: “No siempre está el deseo/De tomar la cruz/Porque hay dolores que nos reducen a astillas.” El poeta es el hueso pero no
es la lluvia. La lluvia es algo externo en la que, sin embargo, se reconoce: “La lluvia adivina lo nuevo que nos duele.” Enuncia
paisajes cotidianos y nuevas soledades, pero tiene, a su vez, un poder
purificador. “No me sirve esta agua que
parece tan anciana”, escribe el poeta, pero las aguas nuevas están ahí,
para mojarle los ojos y abrir su corazón a la palabra, que comienza a ser la Palabra en su dimensión absoluta y
divina cuando da a luz "Místicas",
la tercera sección del libro. Hasta aquí ha acompañado Virgilio, encarnado en la soledad, al poeta, y ha señalado los círculos de su
alma, los que ascienden y descienden en sus miserias y redenciones.
En "Místicas", Virgilio
le suelta la mano para que el poeta pueda internarse en un via crucis personal que evoca y abraza la pasión de Cristo: “Todavía gritas/ Como si las
astillas/Renacieran/En cada cuaresma.” El poeta recoge la voz del espíritu
y, además, la voz de la carne, nos acerca a ese Cristo hombre que también fue la soledad del hueso y también bebió
en los tajos de la lluvia. El Cristo
que caminó y aún camina entre nosotros con sus llagas humanas y sus intenciones
divinas, frente al que nuestra pequeñez se multiplica: “Cuelgas de la cruz/Y yo cuelgo de la orfandad/Porque me da miedo hasta
unir las manos/Y murmurar/Tu nombre.” El amor de Cristo, su entrega, atraviesan los poemas de "Místicas". Cristo
habla con los huesos y se desborda como
el pan. Por eso, la soledad ya no está tan sola y el poema alcanza su
desafío más hondo: gestarse en el silencio, revertir la soledad del hueso y ser
alimento para los hambrientos.
“En tajos a la sed” no es un libro más. Es un camino que Sergio Lizárraga propone a
aquellos que se atrevan a desentrañar el arduo pero fascinante ovillo de la
poesía. Es una suma de tajos que son heridas pero también son ventanas donde el
lector puede vislumbrar con emoción los únicos paraísos posibles: el de la
palabra y el de la Palabra.
Raquel Fernández
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