sábado, 30 de septiembre de 2017

SOBRE “EN TAJOS A LA SED” DE SERGIO LIZÁRRAGA

SOBRE “EN TAJOS A LA SED” DE SERGIO LIZÁRRAGA

La sed es, sin duda, el motor de la poesía y aquello que nos empuja a romper con nuestra voz la perfección del silencio. Pocas palabras tienen tanto peso para describir el impulso que nos lleva a profanar los espacios en blanco y colmarlos con todo aquello que suma a la hechura del poema, aquel que desprendido ya de su comunión con el silencio y aferrado a la palabra que soñamos precisa, se convierte en vehículo de nuestro yo interno y de nuestras emociones más profundas. Pero a no confundirse: aunque la palabra reverbere, el silencio sigue allí, velando por la parición del poema como una madre amorosa, sin abandonarlo jamás, haciéndose carne con lo dicho y con sus ruidos blancos, espacios donde las palabras se adelgazan hasta volverse apenas un murmullo casi babaeliano, hasta que lo escrito logra romper nuestra resistencia inicial, suspendernos en el espacio de la credulidad y la empatía, y nos urge a  desentrañar lo dicho y  lo no dicho.
Los tajos son hendiduras, pero también ventanas donde se asoman las inquietudes del poeta, su yo interno, lo que lo moviliza y lo sostiene. La tristeza puede ser o no una mala compañera. En el poemario "En tajos a la sed", de Sergio Lizárraga, es la tristeza quien oficia como un Virgilio que lleva al poeta de la mano y le señala los círculos de su corazón, sus pasiones, sus miedos y sus carencias cotidianas.
"La soledad del hueso" irrumpe, desde su título tan pertinentemente elegido, con una fuerza arrolladora. Muchos poetas han hecho hincapié en la soledad de los muertos. Pero el hueso, lo que viene después de los ritos de despedida y las heridas que se van cerrando con el devenir cotidiano y los apremios de la vida, es la metáfora de una soledad aterradora, la más honda. El hueso es lo imperfecto, lo que fue, lo no reciclable, y soporta su soledad sin un gesto que lo delate. El hueso, aún cuando permanezca a salvo del olvido, trasunta una soledad intocada por la carne. En “La soledad del hueso” el poeta toma la palabra para enunciar, repetidamente, la imposibilidad de la palabra: “Me veo contando mis huesos y veo el alma rendida”. El hueso en este poemario define la escasez del lenguaje; crea su propio idioma, desprovisto de cáscaras inútiles y nos habla de una soledad que excede lo doméstico y se erige como una soledad colectiva, inherente a la raza humana, existencial. Casi metafísica: “En legítima defensa rompí el fémur que unía mis partes.” En cierto punto, el poeta es el hueso, sus huesos, su metafórica osamenta de soledades que incomodan, en el mejor de los casos, y desgarran, en otras. El hueso es el alma y la necesidad de volver a ser parido una y otra vez en un espacio donde el dolor no tenga cabida: “Gasté los huesos/Formando una columna/Que sostenga la matriz/A la cual retome/Cada  nueve meses.” Este no nacer, o nacer para regresar al punto de partida, ejemplifica la lucha interna del poeta con un mundo donde los huesos son vehículos pero también pequeñas muescas de soledad en el camino. Nada como el útero materno para vivir la ingravidez de una criatura que ignora la terrenalidad de los huesos.
En "Tajos de lluvia", la segunda sección del libro, la lluvia es el paisaje que enmarca una serie de poemas donde comienzan a vislumbrarse más claramente las inquietudes espirituales del autor. Si el hueso es lo pesado, lo que ata a viejos dolores, la lluvia es la levedad que marca nuevos caminos. La soledad se hace lluvia y también duda e interrogante: “No siempre está el deseo/De tomar la cruz/Porque hay dolores que nos reducen a astillas.” El poeta es el hueso pero no es la lluvia. La lluvia es algo externo en la que, sin embargo, se reconoce: “La lluvia adivina lo nuevo que nos duele.” Enuncia paisajes cotidianos y nuevas soledades, pero tiene, a su vez, un poder purificador. “No me sirve esta agua que parece tan anciana”, escribe el poeta, pero las aguas nuevas están ahí, para mojarle los ojos y abrir su corazón a la palabra, que comienza a ser la Palabra en su dimensión absoluta y divina cuando da a luz "Místicas", la tercera sección del libro. Hasta aquí ha acompañado Virgilio, encarnado en la soledad,  al poeta, y ha señalado los círculos de su alma, los que ascienden y descienden en sus miserias y redenciones.
En "Místicas", Virgilio le suelta la mano para que el poeta pueda internarse en un via crucis personal que evoca y abraza la pasión de Cristo: “Todavía gritas/ Como si las astillas/Renacieran/En cada cuaresma.” El poeta recoge la voz del espíritu y, además, la voz de la carne, nos acerca a ese Cristo hombre que también fue la soledad del hueso y también bebió en los tajos de la lluvia. El Cristo que caminó y aún camina entre nosotros con sus llagas humanas y sus intenciones divinas, frente al que nuestra pequeñez se multiplica: “Cuelgas de la cruz/Y yo cuelgo de la orfandad/Porque me da miedo hasta unir las manos/Y murmurar/Tu nombre.” El amor de Cristo, su entrega, atraviesan los poemas de "Místicas". Cristo habla con los huesos y se desborda como el pan. Por eso, la soledad ya no está tan sola y el poema alcanza su desafío más hondo: gestarse en el silencio, revertir la soledad del hueso y ser alimento para los hambrientos.
“En tajos a la sed” no es un libro más. Es un camino que Sergio Lizárraga propone a aquellos que se atrevan a desentrañar el arduo pero fascinante ovillo de la poesía. Es una suma de tajos que son heridas pero también son ventanas donde el lector puede vislumbrar con emoción los únicos paraísos posibles: el de la palabra y el de la Palabra.

Raquel Fernández

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