LA CASA DE LA ABUELA
La enorme galería
con sus rincones afilados
donde se marchitaban
los juguetes de mi padre:
el mecano,
las figuritas,
lo que no se podía tocar.
La húmeda galería donde nada
estaba vivo,
media casa tomada por los
recuerdos:
las fotos de Gardel y la Tongolele,
las cortinitas de terciopelo
del 58
llenas de bordados y flecos,
la ventana que daba al jardín
y no se abría nunca.
El jardín,
con sus rosas y azucenas,
y un pino que agonizaba en
verde
desde la Navidad del ’76,
la última.
Papá está muerto,
todos estamos muertos,
en los cementerios no hay guirnaldas.
Al costado, la fosa,
con su hervor de sapos y
verano.
La Coupe Chevrolet
que no era parte de la casa,
pero era.
El dormitorio de la abuela,
siempre a oscuras,
nada de luz sobre la soledad,
nada de luz,
si no se ve, no existe.
Media casa clausurada por los
recuerdos:
que no se escape el olor del
hijo ausente,
que no se escape nada.
Una cocina gris donde rodaba
la liturgia del mate,
los azulejos sucios,
la cola de caballo colgada
en la pared,
un espejo redondo.
El patio y su pileta de
cemento,
su enorme paraíso
bordado con florcitas lilas,
los tarros de leche de
aluminio,
el trote de las moscas.
Al fondo,
el gallinero.
Martinto 1031.
El pasado.
El pino, el paraíso,
¿resistirán todavía?
Arte: Lil Taylor
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