Me ganó la costumbre.
Me acostumbré
a no explayar el mapa del futuro
sobre un lecho revuelto de sudores
y promesas radiantes
y a no mentirle lluvias a un paraguas
que espera, receloso,
en un armario donde aguza el tedio
su oído desacompasado.
Me acostumbré
a descalzar mis huellas
de perra seguidora de tu celo
en el umbral de un ayer que he clausurado
con mil y una noches de mutismo,
a no gastarme en tus laberintos,
a no claudicar ante la espesa
saliva de tu asombro.
Me acostumbré a olvidarte.
A no dejar la piel en el recuerdo.
Evaporé mi llanto con un rito
de hojarasca e incienso.
Y dejé de buscarte en las guaridas
donde la araña trenza
una promesa abierta de futuro.
Y dejé de buscarme en los espejos,
una muñeca rota
cancelando sus deudas con la nada.
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