Pasaron los carnavales
y las azucenas no florecieron.
Ni el trasplante al rincón más soleado del jardín,
ni el riego constante,
ni la esperanza
alcanzaron para que el milagro rosa estallara,
un coro de luz regalándole al cielo
la intensa pirotecnia del verano.
"Otro año sin azucenas de carnaval",
digo, un poco desencantada.
Y pienso que las cosas a veces son así:
no importa cuánto nos esforcemos,
cuánto sol, cuánta agua,
cuánta esperanza pongamos:
no hay flores,
no hay recompensa.
Sin embargo,
no me doy por vencida.
Tengo todo un año para soñar
un carnaval con azucenas.
Tengo toda una vida
para entender
que la paciencia es una virtud
y lo que tiene que florecer
florecerá tarde o temprano.
Y lo que no
será otro paso en falso en el jardín,
una lección que había que aprender
para aceptar que la primavera,
algunas veces,
elige seguir de largo.
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