sábado, 19 de febrero de 2022

"TODO ES POESÍA" - LECTURAS


 

LA LOCA EMA

 

Salía a la calle con una bombacha en la cabeza

y los chicos del barrio nos desternillábamos de risa.

Ni siquiera la infancia

(esa estampita de pureza idealizada que compramos

en alguna feria entre mística y pagana

instalada frente a la catedral de la vida)

se salva de la fina cuota de crueldad

que atraviesa todo lo humano.

Estaba siempre rodeada de perros flacos

y revolvía incansablemente la basura de los vecinos

buscando algo que había perdido hacía años

y  jamás encontraba.

“La cordura”, opinábamos con desdén.

Porque estaba loca, claro.

Era la loca Ema.

 

Si estás loca te siguen los perros de la calle

o atiborrás tu casa de gatos maltrechos

(y si hay alguno tuerto lo llamás Plutón,

como el del cuento de Poe).

Si estás cuerda comprás un animal de raza

y no tocás a los de la calle

por si muerden,

por si están demasiado sucios,

por si están enfermos.

Si estás loca buscás en la basura de los otros

eso que te partió la vida en dos,

la porción de torta que no te tocó,

la llave que te cerró la garganta

y te dejó con el grito adentro

para que se pudra y te pudra,

y te convierta en el hazmerreír del barrio,

la desquiciada que sale a la calle

con una bombacha en la cabeza.

 

Yo no sé qué buscaba la loca Ema.

Lo único que sé es que estaba sola,

siempre sola.

Y que los perros orbitaban a su alrededor

como si esa mujer fuera el sol y ellos

planetas de costillas descalzas

subyugados por la inapelable ley de gravedad.

 

Yo no sé quién era en realidad la loca Ema.

 

Por ahí era el sol,

de verdad era el sol.

 

Y nosotros,

de puro normalitos,

no nos dábamos cuenta.


TREINTA Y TRES AÑOS

“Treinta y tres años, la edad de Cristo”,
repetía mamá cuando hablaba de su viudez,
esa cruz que arrastraba junto a la sonrisa rota,
la bolsa del mercado
y los tres hijos incomprensibles
que querían ver la Pantera Rosa después de enterrar al padre,
y querían jugar,
y lloraban
(jugaban a llorar,
lloraban jugando,
lloraban viendo dibujitos
y quejándose porque otra vez tenían que comer salchichas,
siempre salchichas,
siempre).

“Treinta y tres años”,
recalcaba,
y exhibía sus cinco llagas
(la sonrisa rota, la bolsa del mercado,
los tres hijos húmedos).
Lo curioso es que, cuando enviudó,
mamá tenía treinta y dos.
Supongo que el año que se sumaba
para contar la historia
le daban a su tragedia
ciertos aires de misticismo que la distinguían
entre todas las tragedias del mundo.

“Treinta y tres años”,
insistía.
“Qué viejo era Cristo”,
pensábamos nosotros.
“Qué vieja es mamá.
Cómo le tiemblan las manos
cuando nos peina.”


Arte: "Crucifixion, Female Christ", Kalliope Amorphous

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