EL HIJO
Ella siempre lo supo:
entrabas al dolor.
A un dolor que no te pertenecía.
Deslizándote por el tobogán de sus piernas
como un delfín rubio.
Pequeña ciruela agridulce
de puertas cerradas
caíste en picada cerca del árbol,
un mancha de amor
al pie de la letra.
La cueva se había tragado
el orgullo victoriano
de las flores y los candelabros.
La última rosa cocinaba en el horno
su roja quietud
y vos tirabas piedritas
contra la ventana
de una casa muerta.
(El bebé en el establo.
La ciruela agusanada respirando.
Escupiendo la papilla mientras el padre llora
y todos decimos así o asá
porque es fácil incubar huevos ajenos,
tender camas ajenas,
sobreactuar los poemas de otro).
En tu memoria de animal amputado
se agitaba
una melena de algas crepitantes.
No era el fuego.
Era el mar
y te llamaba.
Era el mar
abriéndote las ventanas
de la casa muerta,
y ella parpadeando como un lagarto de sol,
tus mismos ojos verdes.
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