EL SUICIDIO MÁS LARGO DE HOLLYWOOD
Monty sintió siempre que no encajaba.
Había nacido en una época de amores encorsetados,
cuando el binomio chica-chico era el único aceptable,
y él no sabía si amaba a las chicas,
amaba a los chicos,
o simplemente amaba su soledad,
sus libros,
su belleza melancólica repartida
en los espejos de la casa.
Monty sabía, sí,
que odiaba las fiestas.
Se movía torpemente entre las risas de los otros,
una sábana ambulante con una vaso en la mano.
A su alrededor revoloteaban los pájaros de tristeza
que el whisky no podía ahogar,
y los pájaros picoteaban su garganta
como cuchillos ensañados con el pan de la palabra,
pero nadie lo notaba
porque él había hecho una catedral de su silencio,
y en su silencio se arrodillaba, penitente,
esperando que Chéjov o Aristóteles
lo absolvieran del pecado de no ser feliz.
Huyendo de una fiesta
Montgomery Clift estrelló su auto contra un poste telefónico.
Su cara jamás volvió a ser la misma.
Junto a su belleza melancólica
desaparecieron de su casa todos los espejos.
En la ausencia del cristal se diluyeron
las chicas que lo amaron,
los chicos que no se atrevió a amar.
En las paredes despojadas se instaló la muerte
y trabajó a desgano,
como una oficinista gris,
rotulando con bostezos interminables
la cicatrices y el vómito.
Diez años de papeleo inútil y whisky.
El suicidio más largo de Hollywood.
Arte: "Montgomery Clift", Marian Willians
De "Enaguas de encaje rotas", Editorial Ruinas Circulares (2019)
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