Era linda.
Como tantas otras chicas del barrio que eran lindas
y fosforecían en las veredas
con su luz apretada y reventona
como la de los claveles que las viudas
llevaban al cementerio, lloviera o tronara,
cada domingo.
Era linda.
No recuerdo el color de sus ojos
pero sí sus piernas eternas,
sus rodillas elegantes,
cada uno de los diez dedos que descubría
cuando se calzaba las sandalias con plataforma,
esas que yo añoraba
desde la candidez de mis seis años
y la intuición, nada fallida,
de que la altura no iba a ser uno de mis fuertes.
Era linda.
Como tantas otras chicas del barrio que eran lindas
y soñaban con su humilde porción de felicidad:
casarse o ser maestras.
Pero ella soñaba otra cosa:
quería ser Miss Argentina.
No se conformaba con ser la reina del club de la otra cuadra.
No se conformaba con ser una beldad anónima.
No se conformaba con ninguna otra corona
que no fuera la de Miss Argentina.
Sin embargo,
se presentaba en todos los concursos de belleza que aparecían.
Y se preparaba para ganar:
ayuno y purgas,
ayuno y purgas,
golpes al estómago,
patadas a los intestinos,
odio a cualquier redondez femenina
que no encajara en un parámetro perverso,
maltrato sistemático a un cuerpo
al que no le alcanzaba ser cuerpo
para ser perfecto.
Ana nunca llegó a ser Miss Argentina.
Ni siquiera llegó a competir en el mentado concurso.
Pasó frente al ojo avizor de Jean Cartier
sin pena ni gloria.
Pretendientes no le habrán faltado
pero ella prefirió acostarse
con la ilusión de la corona que la obsesionaba,
del ramo de flores,
de la estúpida banda que la distinguiría
como la más linda de todas.
Cuando los años la obligaron
a renunciar a sus aspiraciones de Miss
ya se había acostumbrado a no comer.
El día que se la llevaron para internarla
fue la última vez que se la vio en el barrio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario