sábado, 30 de abril de 2022
jueves, 28 de abril de 2022
ANA
Era linda.
Como tantas otras chicas del barrio que eran lindas
y fosforecían en las veredas
con su luz apretada y reventona
como la de los claveles que las viudas
llevaban al cementerio, lloviera o tronara,
cada domingo.
Era linda.
No recuerdo el color de sus ojos
pero sí sus piernas eternas,
sus rodillas elegantes,
cada uno de los diez dedos que descubría
cuando se calzaba las sandalias con plataforma,
esas que yo añoraba
desde la candidez de mis seis años
y la intuición, nada fallida,
de que la altura no iba a ser uno de mis fuertes.
Era linda.
Como tantas otras chicas del barrio que eran lindas
y soñaban con su humilde porción de felicidad:
casarse o ser maestras.
Pero ella soñaba otra cosa:
quería ser Miss Argentina.
No se conformaba con ser la reina del club de la otra cuadra.
No se conformaba con ser una beldad anónima.
No se conformaba con ninguna otra corona
que no fuera la de Miss Argentina.
Sin embargo,
se presentaba en todos los concursos de belleza que aparecían.
Y se preparaba para ganar:
ayuno y purgas,
ayuno y purgas,
golpes al estómago,
patadas a los intestinos,
odio a cualquier redondez femenina
que no encajara en un parámetro perverso,
maltrato sistemático a un cuerpo
al que no le alcanzaba ser cuerpo
para ser perfecto.
Ana nunca llegó a ser Miss Argentina.
Ni siquiera llegó a competir en el mentado concurso.
Pasó frente al ojo avizor de Jean Cartier
sin pena ni gloria.
Pretendientes no le habrán faltado
pero ella prefirió acostarse
con la ilusión de la corona que la obsesionaba,
del ramo de flores,
de la estúpida banda que la distinguiría
como la más linda de todas.
Cuando los años la obligaron
a renunciar a sus aspiraciones de Miss
ya se había acostumbrado a no comer.
El día que se la llevaron para internarla
fue la última vez que se la vio en el barrio.
lunes, 25 de abril de 2022
LA NEGRA
Lo venimos repitiendo desde que éramos chicos,
desde que era vieja antes de ser vieja
y hurgaba en el verde del fondo de su casa
hasta encontrar
el verde de los cabitos de las frutillas que el tío cultivaba
y nosotros nos comíamos a escondidas,
desechando por encima de la medianera
el cuerpo del delito.
Entonces arreciaba el escándalo:
"estos chicos son unos maleducados
tiran cosas para mi casa,
me llenan el fondo de basura"
("cuatro hojitas locas",
pensábamos indignados
y doblemente reprendidos:
por comernos las frutillas
y por tirar cosas para la casa de al lado;
"cosas, ¿cosas?, cuatro hojitas locas,
qué vista tiene la vieja,
qué ganas de joder").
Tiene una obsesión con el verdillo
y amontona hojas podridas
en las veredas ajenas;
tiene una obsesión con las pelotas
y jamás las devuelve.
Debe atesorarlas en una habitación especial
y revolcarse en ellas
como Rico McPato en sus monedas de oro.
Jamás le vi una sonrisa genuina
iluminando sus rasgos aindiados,
siempre una mueca algo espeluznante,
una mueca que enseña apenas sus dientes blanquísimos,
una imitación de la sonrisa de los otros,
algo antinatural, algo raro.
Alguna vez tuvo 15 años.
Es extraño pensar que alguna vez tuvo 15 años
(¿fue cuando los dinosaurios andaban muy tranquilos por ahí,
sin imaginarse la que se les venía encima?).
Alguna vez tuvo 15 años
y pasó tardes enteras
planchando las camisas de sus hermanos varones,
lustrando sus zapatos,
para que fueran al baile de punta en blanco.
Siete hermanos varones y ella.
Ella,
viendo pasar sus mejores años
detrás de las rejas que se cerraban con candado
cuando el último de los privilegiados
alcanzaba el cielo de la vereda.
Imaginando una milonga que nunca pisó,
bailando con su sombra
a escondidas de la severa mirada materna.
Siete hermanos varones y ella.
Siete hermanos varones que se enamoraron,
se casaron,
se fueron.
Cumplieron sueños, tuvieron hijos.
Buenos tipos, todos.
Buenísimos tipos.
Jamás la tocó un hombre.
Jamás la amó un hombre.
Jamás tuvo nada que no fuera
camisas para planchar
y vecinitos para vengarse un poco
de una vida de mierda.
Ya sé, ninguno de nosotros tenía la culpa.
Pero cuando duele
el mordisco salta para cualquier lado.
Quizás jamás sonríe porque nunca aprendió.
sábado, 23 de abril de 2022
LA LOCA EMA
Salía a la calle con una bombacha en la cabeza
y los chicos del barrio nos desternillábamos de risa.
Ni siquiera la infancia
(esa estampita de pureza idealizada que compramos
en alguna feria entre mística y pagana
instalada frente a la catedral de la vida)
se salva de la fina cuota de crueldad
que atraviesa todo lo humano.
Estaba siempre rodeada de perros flacos
y revolvía incansablemente la basura de los vecinos
buscando algo que había perdido hacía años
y jamás encontraba.
“La cordura”, opinábamos con desdén.
Porque estaba loca, claro.
Era la loca Ema.
Si estás loca te siguen los perros de la calle
o atiborrás tu casa de gatos maltrechos
(y si hay alguno tuerto lo llamás Plutón,
como el del cuento de Poe).
Si estás cuerda comprás un animal de raza
y no tocás a los de la calle
por si muerden,
por si están demasiado sucios,
por si están enfermos.
Si estás loca buscás en la basura de los otros
eso que te partió la vida en dos,
la porción de torta que no te tocó,
la llave que te cerró la garganta
y te dejó con el grito adentro
para que se pudra y te pudra,
y te convierta en el hazmerreír del barrio,
la desquiciada que sale a la calle
con una bombacha en la cabeza.
Yo no sé qué buscaba la loca Ema.
Lo único que sé es que estaba sola,
siempre sola.
Y que los perros orbitaban a su alrededor
como si esa mujer fuera el sol y ellos
planetas de costillas descalzas
subyugados por la inapelable ley de gravedad.
Yo no sé quién era en realidad la loca Ema.
Por ahí era el sol,
de verdad era el sol.
Y nosotros,
de puro normalitos,
no nos dábamos cuenta.