jueves, 28 de abril de 2022

ANA


 ANA

 

Era linda.

Como tantas otras chicas del barrio que eran lindas

y fosforecían en las veredas

con su luz apretada y reventona

como la de los claveles que las viudas

llevaban al cementerio, lloviera o tronara,

cada domingo.

 

Era linda.

No recuerdo el color de sus ojos

pero sí sus piernas eternas,

sus rodillas elegantes,

cada uno de los diez dedos que descubría

cuando se calzaba las sandalias con plataforma,

esas que yo añoraba

desde la candidez de mis seis años

y la intuición, nada fallida,

de que la altura no iba a ser uno de mis fuertes.

 

Era linda.

Como tantas otras chicas del barrio que eran lindas

y soñaban con su humilde porción de felicidad:

casarse o ser maestras.

Pero ella soñaba otra cosa:

quería ser Miss Argentina.

No se conformaba con ser la reina del club de la otra cuadra.

No se conformaba con ser una beldad anónima.

No se conformaba con ninguna otra corona

que no fuera la de Miss Argentina.

Sin embargo,

se presentaba en todos los concursos de belleza que aparecían.

Y se preparaba para ganar:

ayuno y purgas,

ayuno y purgas,

golpes al estómago,

patadas a los intestinos,

odio a cualquier redondez femenina

que no encajara en un parámetro perverso,

maltrato sistemático a un cuerpo

al que no le alcanzaba ser cuerpo

para ser perfecto.

 

Ana nunca llegó a ser Miss Argentina.

Ni siquiera llegó a competir en el mentado concurso.

Pasó frente al ojo avizor de Jean Cartier

sin pena ni gloria.

Pretendientes no le habrán faltado

pero ella prefirió acostarse

con la ilusión de la corona que la obsesionaba,

del ramo de flores,

de la estúpida banda que la distinguiría

como la más linda de todas.

 

Cuando los años la obligaron

a renunciar a sus aspiraciones de Miss

ya se había acostumbrado a no comer.

 

El día que se la llevaron para internarla

fue la última vez que se la vio en el barrio.

 


lunes, 25 de abril de 2022

LA NEGRA


 
LA NEGRA
 
"Es mala".
Lo venimos repitiendo desde que éramos chicos,
desde que era vieja antes de ser vieja
y hurgaba en el verde del fondo de su casa
hasta encontrar
el verde de los cabitos de las frutillas que el tío cultivaba
y nosotros nos comíamos a escondidas,
desechando por encima de la medianera
el cuerpo del delito.
Entonces arreciaba el escándalo:
"estos chicos son unos maleducados
tiran cosas para mi casa,
me llenan el fondo de basura"
("cuatro hojitas locas",
pensábamos indignados
y doblemente reprendidos:
por comernos las frutillas
y por tirar cosas para la casa de al lado;
"cosas, ¿cosas?, cuatro hojitas locas,
qué vista tiene la vieja,
qué ganas de joder").
"Es mala".
Tiene una obsesión con el verdillo
y amontona hojas podridas
en las veredas ajenas;
tiene una obsesión con las pelotas
y jamás las devuelve.
Debe atesorarlas en una habitación especial
y revolcarse en ellas
como Rico McPato en sus monedas de oro.
 
"Es mala".
Jamás le vi una sonrisa genuina
iluminando sus rasgos aindiados,
siempre una mueca algo espeluznante,
una mueca que enseña apenas sus dientes blanquísimos,
una imitación de la sonrisa de los otros,
algo antinatural, algo raro.
Alguna vez tuvo 15 años.
Es extraño pensar que alguna vez tuvo 15 años
(¿fue cuando los dinosaurios andaban muy tranquilos por ahí,
sin imaginarse la que se les venía encima?).
Alguna vez tuvo 15 años
y pasó tardes enteras
planchando las camisas de sus hermanos varones,
lustrando sus zapatos,
para que fueran al baile de punta en blanco.
Siete hermanos varones y ella.
Ella,
viendo pasar sus mejores años
detrás de las rejas que se cerraban con candado
cuando el último de los privilegiados
alcanzaba el cielo de la vereda.
Imaginando una milonga que nunca pisó,
bailando con su sombra
a escondidas de la severa mirada materna.
Siete hermanos varones y ella.
Siete hermanos varones que se enamoraron,
se casaron,
se fueron.
Cumplieron sueños, tuvieron hijos.
Buenos tipos, todos.
Buenísimos tipos.
 
Jamás fue a la escuela.
Jamás la tocó un hombre.
Jamás la amó un hombre.
Jamás tuvo nada que no fuera
camisas para planchar
y vecinitos para vengarse un poco
de una vida de mierda.
Ya sé, ninguno de nosotros tenía la culpa.
Pero cuando duele
el mordisco salta para cualquier lado.
Quizás jamás sonríe porque nunca aprendió.
 
¿Es mala?




sábado, 23 de abril de 2022

LA LOCA EMA


 LA LOCA EMA 


Salía a la calle con una bombacha en la cabeza

y los chicos del barrio nos desternillábamos de risa.

Ni siquiera la infancia

(esa estampita de pureza idealizada que compramos

en alguna feria entre mística y pagana

instalada frente a la catedral de la vida)

se salva de la fina cuota de crueldad

que atraviesa todo lo humano.

Estaba siempre rodeada de perros flacos

y revolvía incansablemente la basura de los vecinos

buscando algo que había perdido hacía años

y  jamás encontraba.

“La cordura”, opinábamos con desdén.

Porque estaba loca, claro.

Era la loca Ema.

 

Si estás loca te siguen los perros de la calle

o atiborrás tu casa de gatos maltrechos

(y si hay alguno tuerto lo llamás Plutón,

como el del cuento de Poe).

Si estás cuerda comprás un animal de raza

y no tocás a los de la calle

por si muerden,

por si están demasiado sucios,

por si están enfermos.

Si estás loca buscás en la basura de los otros

eso que te partió la vida en dos,

la porción de torta que no te tocó,

la llave que te cerró la garganta

y te dejó con el grito adentro

para que se pudra y te pudra,

y te convierta en el hazmerreír del barrio,

la desquiciada que sale a la calle

con una bombacha en la cabeza.

 

Yo no sé qué buscaba la loca Ema.

Lo único que sé es que estaba sola,

siempre sola.

Y que los perros orbitaban a su alrededor

como si esa mujer fuera el sol y ellos

planetas de costillas descalzas

subyugados por la inapelable ley de gravedad.

 

Yo no sé quién era en realidad la loca Ema.

 

Por ahí era el sol,

de verdad era el sol.

 

Y nosotros,

de puro normalitos,

no nos dábamos cuenta.


domingo, 17 de abril de 2022

CHOUPETTE


 CHOUPETTE


“El más pequeño gato es una obra maestra.”
Leonardo da Vinci


Duerme a mis pies,

una bolita térmica que sustituyó al invierno.

Se hace como se hace el silencio

caliente y dulce,

filtrándose entre los intersticios de la casa,

reinando en el paraíso trivial de los sillones,

corriendo detrás de todo lo que rueda,

un carretel de hilo,

un corcho,

una lágrima.

Le toco la cabeza,

pequeña corona de deidad doméstica

abierta al mundo en sus ojos verdes,

cuento las chispas de su lomo elástico.

Brilla en su soledad pero me busca a veces,

si tiene hambre,

si tiene frío,

si la caricia no llega en tiempo y forma

colmando su exigencia.



Duerme a mis pies,

una bolita tropical que respira

subiendo y bajando como la marea.

Pero en sus sueños es una bestia dorada

que gotea cuando la tormenta arrecia,

dueña de las tejas y las chapas,

isla indescifrable

en el archipiélago de la noche,

y se descuelga

de las oraciones vespertinas,

para hundirse en la boca de la luna.



Es una gatita,

una linda gatita,

podría ser un dibujo animado,

comiendo lasaña,

dejándose burlar por los ratones.

Tiene el nombre de la mascota

de un diseñador de moda.

Pero cuando se relame adivino la ferocidad

que 9000 años de humanidad invasora

no pudieron quebrar.



Ayer mató a un pájaro y  me lo ofreció,

una dádiva cruel como un plato de carne cruda.

Hay algo inquietante en ella,

un demonio cazador que reposa

hasta el zarpazo inesperado.

Pero duerme a mis pies,

humeante,

mullida,

y yo agradezco que me engañe

y me deje pensar que es mía.


viernes, 15 de abril de 2022

LA HIJA DEL DOCTOR

 

LA HIJA DEL DOCTOR

A María Eugenia Romano

Hizo un bollito con mis  poemas
y lo tiró al tacho de basura,
junto a la yerba usada
y las colillas.
Hizo un bollito con mis insignificantes tragedias
y las dos nos mojamos
como si fuéramos los ojos que pelan una cebolla,
como si fuéramos esa cebolla
y las palabras nos cortaran.

Me dijo que nadie nos contó
cómo venía la mano,
que nadie nos enseñó,
que nos criaron para la mesa de Navidad
con champagne más o menos
de la clase media,
que nos educaron así,
cieguitas más allá del ombligo,
quejándonos porque hay que vacunar a los gatos
y son muchos,
quejándonos porque siempre hacemos el amor en una cama
(quejándonos de una cama, ¿entendés?, de una cama,
como si no fuera un privilegio
dormir más de tres horas sin que te pateen el hígado y la mochila,
circulá, movete, no empañes la vereda).

Hizo un bollito con la familia,
con Papá Oso, con Mamá Osa,
con mi estúpida cara de Ricitos de Oro antediluviana,
con mis gatos, mi cama,
mi mermelada light,
mis vestiditos floreados.
Me dijo que los locos estaban solos,
que confiaba en las arañas,
que había que sangrar.

Me dijo que la poesía era otra cosa.


Arte: Ugo Rhó