JAMÁS PRONUNCIO TU NOMBRE
I
Poseo
mis ritos
pequeños,
oscuros.
Me
desnudo cada noche
como
si fuera a amarte,
pero
jamás pronuncio tu nombre.
Enciendo
velas azules
y
abro mi cuerpo de par en par
para
que me inunde
el
océano lejano
que
ruge entre tus piernas.
Después,
me
abrazo a la áspera textura de tus manos,
reniego
de la arena reseca de mis orillas
y
me duermo llorando.
II
Te
espero,
siempre
te espero,
nunca
perdí la costumbre del hambre,
mi
soledad tiene olor a hembra
modestamente
arrodillada,
bañada
en sangre y luna,
lamiendo,
oliendo,
doblegada,
ante
la fiera certeza del instinto.
III
Gota
a gota
mis
palabras llueven
su
desgarro,
se
inclinan
sobre
una boca perdida.
Tu
silencio rueda
sobre
la blanca redondez de mis nalgas
y
huye por mi sexo desvalido.
Sé
que entre tus manos
extravié
mi cuerpo.
Te
hablo sin hablarte
y
mis palabras
no
te rozan nunca.
IV
Mis piernas se encrespan,
remolinos de carne rabiosa,
lobos blancos que aúllan su desamparo.
En la desembocadura de mi urgencia
la dulzura de mis pechos
se aglutina
en un delta de súplica.
V
Mi
cuerpo
cae
a
tus pies
como
una lluvia desencajada,
son
mis humedades secretas
las
que se vuelcan en tu puerto
trasvasando
la
líquida ferocidad de los espejos.
He
deshojado todos mis misterios
para
ofrecerte una flor rota.
VI
Te espero,
siempre te espero,
nunca dejé de ser la mujer
que se escurría entre tus dedos.
El arisco olor de tu sudor
impregna mis fosas nasales
y me aventura
a un remedo de caricia.
No hay estrellas en mi celo nocturno.
Tan sólo una cruz,
quemando mis muslos
y tu absolución,
que nunca llega.
VII
Estallo
como
un proyectil de alba incandescente
jadeando
en el abrazo incompleto,
atrincherada
detrás del llanto,
arrastrándome
en
el descarnado laberinto de mis sábanas.
Otra
batalla perdida
contra
tu recuerdo,
otra
claudicación infame
ante
tu piel vedada.
VIII
Las
palabras no pueden arropar
esta
desnudez sonora
que
tiembla en el vórtice de una íntima tormenta.
La
tormenta que callo
pero
agita
furiosamente
la
blanda médula de mis huesos,
la
tormenta que me arroja a tu sed
ya
saciada
y
me devuelve,
cada
noche,
a
una cama vacía.
IX
¿Y
el amor?
El
amor está herido de muerte,
pero
no se muere.
Insiste
en obturar mi garganta
con
su viscosidad de molusco,
repta
por mi espalda blanca
y
se agiganta
en
el deseo indiviso,
tenazmente
animal,
de
mis caderas alucinadas.
X
Jamás
pronuncio tu nombre.
Lo
aprisiono en mi boca
con
barrotes de saliva,
lo
acaricio con la devoradora seda
de
mi lengua,
lo
muerdo,
una
y otra vez,
como
al pan nuestro de cada día.
Pero
jamás lo pronuncio,
ni
siquiera,
cuando
tu ausencia es un pájaro experto
que
bate sus alas en mis entrañas
y
mi grito intercede
entre
el sol y la nada.
Arte: Darío Morales