MUJERES QUE SE CANSAN
A mi hermana.
A Sylvia Plath.
A Alejandra.
A Alfonsina.
A todas las mujeres que se cansan
y encuentran su única e irrepetible manera de rebelarse.
A mi hermana.
A Sylvia Plath.
A Alejandra.
A Alfonsina.
A todas las mujeres que se cansan
y encuentran su única e irrepetible manera de rebelarse.
Ella metió la cabeza en el horno, para que el dulce vaho la llevara a la muerte. Ella sabía de la profunda opresión que acompaña al abandono. Lo conocía desde pequeña, sometida al recuerdo ¿amoroso? ¿torturado? ¿perfecto? del padre idealizado.
Cuando llega “su salvador”, “su perfecta mitad masculina”, la claudicación es completa. Un Mesías que redime, somete. Y, por sobre todo las cosas, un Mesías es perfecto. La dominación es doble, triple. Por ser Mesías, por ser perfecto, por ser hombre.
Pero se cansan, las mujeres se cansan. Y ella se cansó también. Del padre perfecto, del Mesías, de “la terrible perfección que no puede tener hijos”. Inició su propia rebelión. Como un ritual solemne, como el arte de morir que ella hacía excepcionalmente bien, preparó su revolución, y ese fue el epitafio. Su manera de rebelarse, de sacudirse del sometimiento que la acompañó toda su vida. Ella metió la cabeza en el horno, y en la muerte, encontró la libertad.
Ella tomó una sobredosis de seconal sódico, para que el dulce sueño la llevara a la muerte.
Decía que fue una nena feliz. Decía ser una mujer feliz. Pero también decía sentirse, por fin, cansada de “jugar al personaje alejandrino”. Sometida por ese personaje alejandrino, que podía coquetear con los devaneos de las anfetaminas, con la pintura, con los somníferos o con la poesía, como si estuviera coqueteando con un hombre. O con una mujer. Sujeta a la imagen de adolescente que el espejo le devolvía todo el tiempo, a pesar de tener treinta años. Claudica ante el miedo de entrar en la adultez. La dominan los prejuicios genéticos y fraternales, y también el snobismo de negar todo el tiempo que esos prejuicios eran parte de su mundo, y que por eso se negaba a sí misma, porque esos prejuicios la sometían.
Pero se cansan, las mujeres se cansan. Y ella se hastía de aspirar a convertirse en un ser excepcional. Se cansa de negarse a sí misma, de negar lo que es y lo que siente. Porque es evidente que la osadía de escribirlo no le alcanza. Y encontró una manera de rebelarse. Ella se tomó una dosis excepcional de seconal, y en la muerte, encontró la libertad.
Ella se ahogó por decisión propia, para que el dulce mar la llevara a la muerte.
Había elegido ser libre en una sociedad que no lo permitía ni lo perdonaba. Había elegido amores anónimos, hijos sin padre; había elegido decir que es feminismo el ejercicio del pensamiento de la mujer, aunque las mujeres hubieran tenido que esperar treinta años para tener derechos políticos. Pero también fue sojuzgada. La sometió la enfermedad, la conciencia del deterioro, de la propia finitud.
Y se cansan, las mujeres se cansan. Y ella se hastió de tener que estar “dispuesta a todo”, tal el significado de su nombre. Y encontró una manera de rebelarse. Arrojarse al mar y buscar la libertad en la muerte.
¿Existe el destino? ¿Existe acaso algo parecido a un designio fatal e inevitable de qué cosas van a pasar con nuestras vidas? ¿Existe acaso un supremo titiritero universal, que mueve las marionetas, hombres y mujeres, para que esas marionetas, hombres y mujeres, seamos libres o sometidos, o elijamos la muerte como una forma de dejar de sufrir el dolor de estar vivos y de sentirnos doblegados?
¿Existe otro final posible, que no sea el suicidio, para el cuento de las vidas de las mujeres que se cansan? Las mujeres anónimas, que se levantan para ir a trabajar, que cocinan, que planchan, que cuidan a los hijos, y se ocupan de sus tareas, que ven cómo la vida se les pasa sin haber sido seres excepcionales, sino mujeres comunes y corrientes, esas que se cansan todos los días, pero que a veces ni se lo dicen a sí mismas… ¿cómo se rebelan?
Ella escribe poemas. Por momento, compulsivamente. Era un ser excepcional sin proponérselo, pero el amor la había enceguecido, porque era la primera vez que tenía un amor seguro, un amor que la muerte o la violencia no le habían arrebatado. Y se aferró a ese amor, como al aire para respirar. Y en ese aferrarse encontró su cárcel, y sus grilletes en los tobillos y en las muñecas, y sus cadenas.
Y amó. Puedo dar fe de que amó, más allá de todo y de todos; amó desesperadamente, hasta que su yo se fundió, se derritió, se pulverizó, en medio del sojuzgamiento del que ni siquiera se daba cuenta.
Pero se cansan, las mujeres se cansan. Se hastió de tener un yo aniquilado; se cansó de ser el “apéndice” del hombre perfecto; se cansó de confundir amor con grilletes y cadenas; se cansó de la humillación de que la quieran complemento, añadidura. Y empezó a rebelarse. Empezó su propia rebelión interna, creo yo el mismo día en que se animó a hacer público un poema.
Nadie sabe cómo terminará la revolución iniciada. Hay momentos de auge en la lucha, momentos de baja. La rebelión oscila, pero soterrada va carcomiendo los cimientos de la dominación. Las revoluciones, aun las derrotadas, no pasaron sin dejar marcas en los pueblos que las vivieron. Las revoluciones personales, tampoco. “Toda verdad transcurre por abajo, como toda esperanza”, escribía Rodolfo Walsh.
A pesar de todo y a su manera, ella ya encontró una forma de liberación, embrionaria todavía. No la halló en el gas, ni en el seconal, ni en el mar. La halló en empezar a transcurrir por abajo, y tal vez, al final de ese camino (que tengo la certeza de que ya ha iniciado), encuentre, por fin y para siempre, la libertad.
CRISTINA FERNÁNDEZ
Arte: “Blue”, Natalie Shau
No hay comentarios.:
Publicar un comentario