viernes, 26 de diciembre de 2025

CHOUPETTE

 

CHOUPETTE


“El más pequeño gato es una obra maestra.”
Leonardo da Vinci


Duerme a mis pies,

una bolita térmica que sustituyó al invierno.

Se hace como se hace el silencio

caliente y dulce,

filtrándose entre los intersticios de la casa,

reinando en el paraíso trivial de los sillones,

corriendo detrás de todo lo que rueda,

un carretel de hilo,

un corcho,

una lágrima.

Le toco la cabeza,

pequeña corona de deidad doméstica

abierta al mundo en sus ojos verdes,

cuento las chispas de su lomo elástico.

Brilla en su soledad pero me busca a veces,

si tiene hambre,

si tiene frío,

si la caricia no llega en tiempo y forma

colmando su exigencia.



Duerme a mis pies,

una bolita tropical que respira

subiendo y bajando como la marea.

Pero en sus sueños es una bestia dorada

que gotea cuando la tormenta arrecia,

dueña de las tejas y las chapas,

isla indescifrable

en el archipiélago de la noche,

y se descuelga

de las oraciones vespertinas,

para hundirse en la boca de la luna.



Es una gatita,

una linda gatita,

podría ser un dibujo animado,

comiendo lasaña,

dejándose burlar por los ratones.

Tiene el nombre de la mascota

de un diseñador de moda.

Pero cuando se relame adivino la ferocidad

que 9000 años de humanidad invasora

no pudieron quebrar.



Ayer mató a un pájaro y  me lo ofreció,

una dádiva cruel como un plato de carne cruda.

Hay algo inquietante en ella,

un demonio cazador que reposa

hasta el zarpazo inesperado.

Pero duerme a mis pies,

humeante,

mullida,

y yo agradezco que me engañe

y me deje pensar que es mía.


martes, 23 de diciembre de 2025

LA PRIMERA NAVIDAD


 LA PRIMERA NAVIDAD

 

¿Sabés  que recuerdo cuando te recuerdo?

Los desayunos en los que untabas Casancrem

en galletitas de agua,

para vos y para mí.

Lo hacías con una torpeza enternecedora.

Tus manos estaban cansadas, mamá.

Tu cuerpo estaba cansado.

Y nosotros intentando colgarte una primavera

que ya no te pertenecía.

Como si esa primavera fuese una guirnalda

y vos un pino que había olvidado

cómo ser verde,

cómo brillar en un rincón de la infancia.

 

La Navidad se acerca, mamá.

Ya casi nos pisa los talones.

Es curiosa la Navidad:

no importa cuántos muertos nuevos la pueblen

con sus muecas dolidas.

No importa cuántas catástrofes domésticas acarree.

Siempre la festejamos.

Partidos, en carne viva,

siempre la festejamos.

Aunque no creamos en el nacimiento

de un dios que no nos comprende

y al que apenas comprendemos.

 

Me acuerdo de la primera Navidad

después de la muerte de tu hijo.

Mi hermano, mamá.

Yo brindé por él

como los policías de las películas yankees

brindan por sus caídos

y después me fui al patio a llorar.

Con mi vestido nuevo.

Cargando esa vocación de festejo extraña

que nos reunió alrededor de la mesa

a pesar de la ausencia.

 

Esta va a ser la primera Navidad sin vos, mamá.

Tus hijos ya estamos haciendo planes:

en tu casa o en la mía,

asado o cena fría,

en el patio,

ojalá que no llueva,

la música al mango

total ya no están los viejos para quejarse.

La vida es una rueda que sigue girando.

Sigue y sigue.

Y está bien que así sea.

Así es como tienen que ser las cosas.

 

Esta va a ser la primera Navidad sin vos, mamá.

Voy a brindar como un policía yankee

que celebra la vida del caído.

Y por ahí me voy al patio a llorar.

Un poquito.

Un poquito, nada más.

Porque te extraño.


Tanto, tanto.


 

domingo, 21 de diciembre de 2025

DEL ‘67

 DEL ‘67 
A Daniel, que fue parte del camino 

“¿Qué pasa en la Tierra que el cielo es cada vez más chico?
Fito Páez

Nací en el ’67 con Sargento Pepper a la cabeza.
Fue en plena primavera. Ya habían debutado los Doors
y se había incendiado el Apollo 1.
No sé si mamá se enteró. No sé si le importó.
Ella estuvo nueve meses en cama esperando a su segundo bebé
(su tercer bebé, porque el segundo
se había diluido en una frustración de sangre).
En Hanoi los cowboys se inyectaban
banderas decoloradas y muerte.
En California los hippies masticaban flores
y hablaban de amor.
En Buenos Aires sonaba La balsa
Racing festejaba.

En el ’69 el hombre pisó la luna
y yo dormía la siesta.
En el ’72  empecé el Jardín de Infantes
mientras Khim Phuc corría desnuda
mordida por el napalm
(todavía le duelen las quemaduras,
pero sonríe).
El ’76 me encontró ciega de padre.
El ’78, cortando papelitos,
de inocencia entera,
porque no sabía.
El ’80, remolcando hasta la escuela
el cadáver de John Lennon.

Las casas del barrio siguen igual,
los viejos se murieron todos.
Doña Laura, Doña María, Don Manolo
se dieron de baja sin hacer demasiado ruido.
No noté que faltaban
hasta que toqué un timbre al azar
y un extraño me abrió la puerta.
Cuando se empezaron a morir los jóvenes
debuté con las pastillas:
una para dormir,
otra para despertarme,
una más para poder venderle a mi hijo
un mundo en el que no creo
(es espacioso, tiene buena luz,
una mano de pintura y queda como nuevo).
En el 2000 me emborraché, como todos.
Supongo que mi vida no tiene nada de extraordinario.

Nací en el ’67 con Sargento Pepper a la cabeza.
Este año voy por los cincuenta.
Toco los timbres de siempre
y son extraños quienes me abren las puertas.

Lo único que me consuela es que Khim Phuc sonríe.
Me gustaría ser como ella.

 

jueves, 18 de diciembre de 2025

ESCALOFRÍOS


   ESCALOFRÍOS
 

La escucho deambulando,

toda la noche.

Abriendo y cerrando cajones.

Desparramando papeles.

Dando pequeños golpes en las paredes

como si quisiera asegurarse de que es,

de que existe.

Sin que ella supiera cómo, dónde, por qué,

la línea de la vida se hizo pájaro

y se voló de su mano.

Ahora sus dedos son los barrotes

de una jaula vacía,

y ella, una gitana blanca,

una gitana ciega

mirándose con desconsuelo

el destino amputado.

Aullando.

 

Cuando aúlla

siento escalofríos.

No estoy preparada

para cederle mis noches a un fantasma.

No tengo el valor que se requiere

para ver levitar sus pies de jazmines rotos

a quince centímetros del suelo.

No me atrevo a mirarla a los ojos,

a seguir una trayectoria de terror

pupilas adentro

para adivinar qué herida, qué venganza,

qué profecía de amor no cumplida

la mantienen atrapada

en un mundo al que ya no pertenece.

 

Cuando aúlla

siento escalofríos.

Me tapo la cabeza con la almohada

y lloro bajito.

Lloro hasta que me quedo entredormida

y un mugido de estrella me empuja

contra la cama.

Le temo y ella lo sabe.

Le temo y yo sé

que eso le provoca una tristeza infinita.

 

 La escucho deambulando,

toda la noche.

Aullando. Aullando. Aullando.

 

Soy yo

en cada rincón de la casa.



Arte: Tom Gates

martes, 16 de diciembre de 2025

DE MI ESTADÍA EN EL PAÍS DE OZ


DE MI ESTADÍA EN EL PAÍS DE OZ
 
 
 
No sé cuál era el nombre del tornado
 
que me arrastró al País de Oz:
 
¿dolor, desamor, desconsuelo?
 
Sólo sé que estuve sola en el viaje,
 
y que fui yo la niñita que necesitaba volver a casa,
 
la que necesitaba un corazón,
 
y un cerebro,
 
y la valentía para mirarse al espejo
 
aceptando que los años conspiraban
 
debajo de mis ojos antes tan luminosos,
 
y había algunos cabellos blancos
 
mordiéndome las sienes,
 
y un puñado de cuentas sin saldar
 
abiertas en mi piel
 
como llagas umbrías.
 
 
 
 Hice el viaje hasta Ciudad Esmeralda
 
subida a unos zapatos rojos de tacón
 
que me quedaban un poco grandes
 
(Freud, zapatos rojos,
 
pasiones desbocadas,
 
obsesiones…
 
sólo por una vez
 
déjenme pisotear las reglas
 
de un mundo que no entiendo).
 
 
 
Hubo caminos amarillos interminables
 
donde reposar mi otoño
 
y fui todas las Reinas,
 
y todas las Brujas
 
(las malas y las buenas,

las muertas y las vivas).

Gocé entre amapolas,

pero me quedé dormida

y no supe despertar a tiempo

(las mentiras son poderosos narcóticos;

necesitamos creer y creemos

y nos hundimos cada vez más

en un falso paraíso alucinado).



  Ustedes ya saben cómo termina el cuento:

Oz, “el Grande y Terrible”,

era un hombrecito insignificante.

El gran farsante

atiborró mi cabeza con afrecho, alfileres

y un poco de paja,

y me regaló un bonito corazón

de seda roja

relleno de aserrín,

y me dio a beber una pócima falaz

jurando que me haría valiente.

Y me empujó fuera de Ciudad Esmeralda

(una ciudad que, al fin y al cabo, no era verde:

era una ciudad gris,

como todas las ciudades,

sólo que el hombrecito me obligó a usar anteojos coloreados

para que yo viera las cosas

como él creía que debía verlas). 



Todavía me faltaba volver a casa.

Cerré los ojos

y deseé con todas mis fuerzas

dejar atrás ese país artificial, bello y extraño

donde anidaba la mentira

y la crueldad era moneda corriente.


 Pero antes, me descalcé.



Zapatos rojos, nunca más.
 


 

Arte: Jordan Carson 

Del poemario "Once Upon A Time" (2014)