¿Sabés que recuerdo cuando te recuerdo?
Los
desayunos en los que untabas Casancrem
en
galletitas de agua,
para
vos y para mí.
Lo
hacías con una torpeza enternecedora.
Tus
manos estaban cansadas, mamá.
Tu
cuerpo estaba cansado.
Y
nosotros intentando colgarte una primavera
que ya
no te pertenecía.
Como si
esa primavera fuese una guirnalda
y vos
un pino que había olvidado
cómo
ser verde,
cómo
brillar en un rincón de la infancia.
La
Navidad se acerca, mamá.
Ya casi
nos pisa los talones.
Es
curiosa la Navidad:
no
importa cuántos muertos nuevos la pueblen
con sus
muecas dolidas.
No
importa cuántas catástrofes domésticas acarree.
Siempre
la festejamos.
Partidos,
en carne viva,
siempre
la festejamos.
Aunque
no creamos en el nacimiento
de un
dios que no nos comprende
y al
que apenas comprendemos.
Me
acuerdo de la primera Navidad
después
de la muerte de tu hijo.
Mi
hermano, mamá.
Yo
brindé por él
como
los policías de las películas yankees
brindan
por sus caídos
y
después me fui al patio a llorar.
Con mi
vestido nuevo.
Cargando
esa vocación de festejo extraña
que nos
reunió alrededor de la mesa
a pesar
de la ausencia.
Esta va
a ser la primera Navidad sin vos, mamá.
Tus
hijos ya estamos haciendo planes:
en
tu casa o en la mía,
asado
o cena fría,
en
el patio,
ojalá
que no llueva,
la
música al mango
total
ya no están los viejos para quejarse.
La vida
es una rueda que sigue girando.
Sigue y
sigue.
Y está
bien que así sea.
Así es
como tienen que ser las cosas.
Esta va
a ser la primera Navidad sin vos, mamá.
Voy a
brindar como un policía yankee
que
celebra la vida del caído.
Y por
ahí me voy al patio a llorar.
Un
poquito.
Un
poquito, nada más.
Porque
te extraño.
Tanto, tanto.




