miércoles, 20 de agosto de 2025

LA CABEZA DE JAYNE MANSFIELD

  LA CABEZA DE JAYNE MANSFIELD



Las rubias pierden la cabeza fácil.

Las rubias de pechos grandes pierden la cabeza fácil.

Sirven hamburguesas grasientas,

huevos revueltos,

café aguado,

y los ojos de los hombre se caen dentro de sus escotes

como ciruelas maduras

(por eso las rubias tienen pezones de mermelada

y cierto desprecio por los hombres y las ciruelas).



Un buen día

alguien les dice que hay un papelito:

acostarse con un productor de bigote ridículo,

mover el culo veinte segundos

en una película de los Hermanos Marx,

sonreír como si los elegantes zapatos prestados

no les quedaran chicos.

Entonces las rubias se desentienden del café aguado,

cuelgan el delantal,

cambian de lápiz labial,

cambian de marido

y se convierten en estrellas.



Jayne no era rubia

pero tenía los pechos más grande que todas.

Se tiñó el pelo y perdió la cabeza.

Los hombres querían tocarla.

Peregrinaban enfermos de sexo a su Meca rosada

y ella estrenaba camisones de tul,

pantuflas de peluche,

amantes adictos a los esteroides.

Tenía un gran danés que se llamaba Byron

porque antes de perder la cabeza

había leído mucha poesía.

Hablaba cinco idiomas,

cosa que a nadie le importó porque,

ya lo dije,

tenía los pechos más grandes que todas.



En los '60 probó LSD.

Las rubias

(aún las falsas rubias)

pierden la cabeza fácil.

Se ordenó Sacerdotisa de Satanás

pero nunca dejó de ser una Barbie inflada,

con su camisones rosados,

sus pantuflas rosadas,

su casita rosada.

El Sigilo de Baphomet no encajaba

en su palacio kistch.

¿Quién clase de Diablo tendría tratos

con una rubia de pechos grandes

que viaja en un autito rosado?



Un autito rosado.

Crash.

Muy fuerte crash.

Veinte botellas de licor rotas,

un chihuahua muerto,

dos tipos muertos,

una rubia muerta.



Las revistas del corazón dijeron

que un brujo despechado

decapitó una foto en California

y su cabeza rodó en Luisiana.

Pero eso no es cierto.

Jayne era una buena rubia.

La cabeza la había perdido hacía rato.







Arte: "Jayne Mansfield", Dane Shue

Del poemario "Enaguas de encaje rotas" (2019)

 

lunes, 18 de agosto de 2025

VIVIEN LEIGH SE SIRVE OTRA COPA DE VINO


   VIVIEN LEIGH SE SIRVE OTRA COPA DE VINO


La noche da sus primeros pasos y ella es vieja,
es vieja desde antes de nacer,
una muñequita de porcelana envuelta en hojas de té indio,
una muñequita de porcelana con ojos verdes
y corazón antediluviano.
Si un poema empieza
con un nudo en la garganta
fueron poemas todos los días de su vida.

Vivien Leigh se sirve otra copa de vino.
Una vieja loca por los gatos
con mohines de dama sureña.
Una vieja que dependió siempre
de la amabilidad de los extraños.
Una vieja que escribe para nadie
la historia de un animal tuberculoso que se muere y no,
que se muere y cuándo.

Vivien Leigh se sirve otra copa de vino.
En la mentira tibia del alcohol flota su cerebro
como un feto inviable.
No debería haber nacido.
Nunca hubo un pezón que apaciguara
su berrido de ciervo alienado.
Nunca hubo un gesto de luz
dentro de su cabeza bella y vieja.

Vivien Leigh se sirve otra copa de vino.
Y otra.
Y otra.
De repente el aire falla
y sus pulmones son enaguas de encaje rotas.
Pero no importa.
No importa.

Después de todo,
mañana no será otro día.
La noche da sus primeros pasos
pero ella sabe
que llegó y se queda.


Arte: "Vivien Leigh", Marie Langkilde
Del poemario "Enaguas de encaje rotas"  (2019)

sábado, 16 de agosto de 2025

EL SUICIDIO MÁS LARGO DE HOLLYWOOD


 EL SUICIDIO MÁS LARGO DE HOLLYWOOD 



Monty sintió siempre que no encajaba.

Había nacido en una época de amores encorsetados,

cuando el binomio chica-chico era el único aceptable,

y él no sabía si amaba a las chicas,

amaba a los chicos,

o simplemente amaba su soledad,

sus libros,

su belleza melancólica repartida

en los espejos de la casa.



Monty  sabía, sí,

que odiaba las fiestas.

Se movía torpemente entre las risas de los otros,

una sábana ambulante con una vaso en la mano.

A su alrededor revoloteaban los pájaros de tristeza

que el whisky no podía ahogar,

y los pájaros picoteaban su garganta

como cuchillos ensañados con el pan de la palabra,

 pero nadie lo notaba

porque él había hecho una catedral de su silencio,

y en su silencio se arrodillaba, penitente,

esperando que Chéjov o Aristóteles

lo absolvieran del pecado de no ser feliz.



Huyendo de una fiesta

Montgomery Clift estrelló su auto contra un poste telefónico.

Su cara jamás volvió a ser la misma.

Junto a su belleza melancólica

desaparecieron de su casa todos los espejos.

En la ausencia del cristal se diluyeron

las chicas que lo amaron,

los chicos que no se atrevió a amar.

En las paredes despojadas se instaló la muerte    

y trabajó a desgano,

como una oficinista gris,

rotulando con bostezos interminables

la cicatrices y el vómito.



Diez años de papeleo inútil y whisky.

El suicidio más largo de Hollywood.





Arte: "Montgomery Clift" Troy Wise

Del poemario "Enaguas de encaje rotas"  (2019)

jueves, 14 de agosto de 2025

ANTONIO Y CLEOPATRA


ANTONIO Y CLEOPATRA


Él llegó al set de “Cleopatra” tan borracho
que apenas podía mantenerse en pie.
Pidió un café cargado
pero fue incapaz de beberlo:
la taza temblaba en sus manos como una liebre rota.
Ella tomó el pocillo y se lo acercó a los labios.
Mientras Richard sorbía el negro alivio
Elizabeth no dejó de mirarlo a los ojos.
Cuando el café se acabó
ya estaban enamorados.

Él llegó a su vida como un Marco Antonio herido de muerte
y ella lo curó para volver a lacerarlo.
Cada vez que Elizabeth se quitaba la ropa
un puñal de ansiedad atravesaba
la autosuficiencia del duro galés.
Había que regar con alcohol tanto desconcierto.
¿Cómo vivir dependiendo de otra criatura,
de una criatura única, además,
un ciervo de ojos color violeta,
que se desnudaba así, tan fácil,
en medio de una partida de Scrabble
y con su cuerpo resignificaba todas las palabras?

Ella amaba en él su toque de jungla,
y los insultos sonaban como tambores
cuando las tazas de café post borrachera
eran moscas con resaca que revoloteaban 
sobre las sábanas matrimoniales.
Basta para mí dijeron ambos,
después de diez años de besos, Scrabble, injurias y whisky.
Pero volvieron a intentarlo tiempo después,
en la selva,
aullando,
aunque sin dejar de lado firmas y legalidades:
a pesar del vagabundeo erótico del que la acusaba el Vaticano
Elisabeth le gustaba casarse.
Siete semanas, siete diamantes,
y el matrimonio estalló por los aires.

Richard Burton murió el 5 de agosto de 1984,
sintiéndose en falta porque los dioses le habían obsequiado el fuego
y él había hecho correr mucho alcohol por su garganta para apagarlo.
Una semana antes le había escrito una carta a Elizabeth
buscando la reconciliación
y jurándole que quería volver a casa.
Ella guardó ese último mensaje durante años
en el cajón de su mesa de luz.
Lo guardó hasta el último día de su vida.

Quién sabe cuántas veces lo releyó.
Quién sabe cuántas veces celebró y maldijo
que su cuerpo y sus ojos violeta
hubieran sido la casa
de aquel hombre que no podía sostener en sus manos
una taza de café
de tan borracho que estaba.



Del poemario "Enaguas de encaje rotas" (2019)