martes, 15 de mayo de 2018

EL HIJO


EL HIJO



Ella siempre lo supo:

entrabas al dolor.

A un dolor que no te pertenecía.

Deslizándote por el tobogán de sus piernas

como un delfín rubio.



Pequeña ciruela agridulce

de puertas cerradas

caíste en picada cerca del árbol,

un mancha de amor

al pie de la letra.

La cueva se había tragado

el orgullo victoriano

de las flores y los candelabros.

La última rosa cocinaba en el horno

su roja quietud

y vos tirabas piedritas

contra la ventana

de una casa muerta.



(El bebé en el establo.

La ciruela agusanada respirando.

Escupiendo la papilla mientras el padre llora

y todos decimos así o asá

porque es fácil incubar huevos ajenos,

tender camas ajenas,

sobreactuar los poemas de otro).



En tu memoria de animal amputado

se agitaba

una melena de algas crepitantes.

No era el fuego.

Era el mar

y te llamaba.



Era el mar

abriéndote las ventanas

de la casa muerta,

y ella parpadeando como un lagarto de sol,

tus mismos ojos verdes.



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